miércoles, 18 de agosto de 2010

Del testamento al autosabotaje


¿Quién les cree un berrinche de anonimato ingenuo, preventivo, del tipo melodramático destrúyanla si muero antes, o en el acto, destrúyanla porque aún no es la definitiva? La viuda no lo hará: Véra Nabokov, ¿por qué no secundar las voluntades desfallecientes de tu esposo, prometer en falso y por qué dejar no en la caja fuerte de fuego de los tiempos, y sí en las manos del hijo –apoteosis de la travesura– aquel manuscrito infame, marcado con inconfundibles garabatos, que por suponerlo destruido el desahuciado exhaló, q.d.e.p, el último aliento?

¿Quién le cree a cualquier novelista en su inepcia para inmolarse si también habría melodrama (y tragedia) en tanto, insatisfecho, diera él sin cobardía a la imprenta de los desperdicios, por ejemplo (las llamas no son obligatorias) su mamotreto irregular, defectuoso en verosimilitud u ortografía?

(¿“De la noble esterilidad de los ingenios”, del estreñido y célebre Julio Torri, habría de ser una lectura imprescindible para mujeres sensitivas en circunstancia embarazosa de viudez?)

¿Quién los toma en serio cuando creen en la obediencia de allegados, de consanguíneos, de futuros cobradores de derechos, de insospechados mercachifles? ¡Eh, Max Brod!, ¿la voz quebradiza de tu entrañable Kafka no te sonó muy, que digamos, convincente?

El amigo no, tampoco lo hará.

O Carver, ah, Carver, ¿a qué medirte con Gordon Lish, el mejor de los autores de tu prosa, tu Menard, permitiendo que circularan o no desparecieran del todo los borradores con tacha indeleble que luego fueron materia entomológica para corredores de bolsa editorial?

De facto, la tendencia es al fariseísmo de la misoginia: culpar a la incondicional, a la compañera visionaria (porque ahí figura, en las vitrinas –¿gracias, Tess Gallagher?–, Principiantes, mejor conocido como De que hablamos cuando hablamos de amor, así como casi simultáneamente figuró, del autor de Lolita –y para no desentonar– El original de Laura, “novela” mejor conocida como… Nada, o Basura, o Ceniza, o ¡Sé obediente y tírala, cariño, apesta!)

Y sin embargo, no hay Helena que merezca satanizarse, ni compinche bueno que, por sus despropósitos en defensa propia, haya metido por ventura la pata en contra de los ataques de la posteridad. Ellos, ¡mierda, quiénes más!, y sólo ellos merecen la condena del autosabotaje, nuevo subgénero de la literatura on line

¿Quién chingados les cree?

¿A ti, Cortázar, te parecería inusitado que tu correspondencia sirva el plato en sobremesas de ocio intelectual a otros que con lo peor de ti, o con lo menos trabajado, mercaron?

Quién les cree si, llegado el momento, posarían mostrando el ejemplar a todo lujo, aduciendo, con jactancia, ¿sabes?, me tomó absolutamente por sorpresa y… bueno… qué va, uno no se da cuenta de hasta dónde puede trascender la franqueza de su oficio.

viernes, 13 de agosto de 2010

La biblioteca o el jardín 1











En noviembre de 2009 viajé a Buenos Aires rastreando las lecturas de Macedonio Fernández. Me sumergí en su archivo de manuscritos infinitos y en los restos de su biblioteca personal, y exploré también las estanterías de la biblioteca borgeana. Entre otras cosas, estos sitios me sugirieron lo siguiente:

En la historia del archivo de Macedonio hay una relación inversamente proporcional entre sus dos componentes: manuscritos propios y libros ajenos; mientras los primeros crecían en número, los segundos iban disminuyendo o dispersándose. Dejo el relato de esa dispersión para otro momento. Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que Macedonio dejara de leer sino que el atesoramiento de libros no le interesó. A diferencia de Borges, no manifestó pasión de coleccionista. La desproporción entre las bibliotecas que Macedonio y Borges dejaron tras su muerte –la pequeñez de la del maestro, escuálida frente al portento de la del discípulo– tiene que ver, entre otras cosas, con el modo en que resolvieron (tanto en sus vidas como en sus textos y en la imagen de sí mismos que proyectaron) lo que podríamos llamar el conflicto entre la biblioteca y el jardín; la pugna entre los libros y la vida, entre lectura y experiencia.

“Todo esto forma parte de una tradición literaria: cómo salir de la biblioteca, cómo pasar a la vida, cómo entrar en acción, cómo ir a la experiencia, cómo salir del mundo libresco...” –dice Piglia en El último lector. Otras veces, el problema es entrar o permanecer en la biblioteca. Macedonio y Borges fundieron en su obra esta encrucijada personal con otros tópicos (las armas y las letras, civilización y barbarie) y la moldearon con visiones ya clasicistas, ya románticas, de sus figuras de autor. Poco a poco, recorreré algunas huellas de este dilema en su escritura.

“Quiero escribir, pero todo me rebasa. No soy escritor pero debo ser algo. Le dije a un amigo: ‘quiero ser lector’” –me dijo un extemporáneo. “¿Para qué leemos?” –pregunta otro extemporáneo, en un post anterior. No lo sé, pero quizá la experiencia de la batalla silenciosa, a veces desgarrante, entre la biblioteca y el jardín sea uno de los síntomas que hermanan a los lectores.