sábado, 22 de diciembre de 2007

Se busca una mujer


Como estamos con la idea O´Gormaniana (o como se escriba) de que la representación del ideal femenino puede o no ser equiparable con la representación de la verdad de una época, se me ocurrió originalmente hablar sobre Las Poquianchis. Luego no me dio la gana y recordé que hace algunos posts salió por ahí una monja jerónima y me arrebató el juicio, me embelesó su aparición. ¿Por qué? Se habló de la conciencia de la escritura, tan ¿necesaria? para no terminar la carrera literaria como Carlos Fuentes. ¿Sólo para eso? No: quien sabe lo que busca sabe, o debería saber, cómo encontrarlo. Se busca, entonces, una mujer: “Lo atrevido de un pincel, / Filis, dio a mi pluma alientos: / que tan gloriosa desgracia, / más causa ánimo que miedo. // Logros de errar por tu causa / fue de mi ambición el cebo; donde es el riesgo apreciable / ¿qué tanto valdrá el acierto?”. La pluma sabe lo que quiere, su fingido atrevimiento es sólo falsa modestia, introducción cauta, captatio benevolentiae. Hacia la mitad del romance, la pluma escribe: “Pero ¿para qué es cansarse? / Como a ti, Filis, te quiero; / que en lo que mereces, éste / es solo encarecimiento. // Ser mujer ni estar ausente, / no es de amarte impedimento; / pues sabes tú, que las almas / distancia ignoran y sexo. // Demás, que al natural orden / sólo le guardan los fueros / las comunes hermosuras, / siguiendo el común gobierno.” El ideal femenino pareciera nublarse en favor, siempre, de la poeta: sólo al desdibujar lo propio de la otra mujer (algo así como su feminidad, si es que eso existe) es que la pluma tiene justificación. Favor de abstenerse de empezar con lo mismo (“¿qué sería sor juana, puta o lesbiana o puta lesbiana?”); salvo que con ese argumento se logre llevar a alguien a la cama, me parece intrascendente. El asunto, creo, es notar que tal desdibujo es igual parte del discurso falsamente modesto de la monja. Hacia el final, dice: “Vuelve a ti misma los ojos, / y hallarás, en ti y en ellos, / no sólo el amor posible, / mas preciso el rendimiento, // entre tanto que el cuidado, / en contemplarte suspenso, / que vivo segura, sólo / en fe de que por ti muero”. Las individualidades parecerían imponerse sobre la posible unión de ambas mujeres: la pluma, pluma al fin (y no labios o manos) solicita a su destinataria que mire dentro de sí para descubrir el vivo sentimiento; del otro lado, la poeta no necesita de ningún ejercicio introspectivo, sabe lo que quiere y lo que siente. Así el final. ¿Hay algo de todo esto que nos lleve a una aparente conclusión? No, pero uno siempre puede inventar cualquier cosa. En busca de una historia de la literatura mexicana caí, de sopetón, en un romance de sor Juana. En busca del ideal femenino de la monja me encuentro con un retrato (tópico poético del Siglo de Oro) que no llega a constituirse, me encuentro con la declaración amatoria y con la autoafirmación del amor. ¿Encontró sor Juana a Filis? ¡Ja, aquí la broma! Claro que no la encontró porque jamás quiso encontrarla. La conciencia literaria de la monjilla sobrepasa el tópico, “busco que busco que busco que busco”, podría decir una glosa moderna y estúpida. La verdad, ese ideal del cual habla O´Gorman, podría aparecer aquí como medio y no como fin, justo igual que el ideal femenino del poema. ¿A qué nos lleva esto?

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Caza menor

La escritura como síntoma, pero activo, de la relación entre creación y sociedad. Esto parece ya una clase de algo, o peor: de algo útil. La sociedad y sus intereses se alejan de los míos; diré modestamente que me rebasan. Margen contra centro, lo marginal en el centro. El problema aquí es que se piensa de más. Me quedo en cambio con la última promesa del post pasado: en la poesía habrá más de una directriz para la charla. Al azar, como siempre, tomo algo del librero, y al azar lo abro: “Para unos el vino es el camino del regreso al Gran Todo, al cosmos; para otros, es el rostro de una muchacha; y para otros, la claridad vacía de la beatitud”. Sí, bueno, Paz también piensa demasiado. Me da la impresión de que se embriagaba menos de lo que presumía, menos de lo que en el fondo quería. Pero ya sabemos (en descargo del viejo) que el vino sí ofrece revelaciones, y que éstas, para no soltar a O´Gorman, pueden manifestarse con rostro de mujer. Recordemos que la verdad perseguida aquí (no otra es la acción: se trata de una cacería) es la literaria, y más: la narrativa mexicana de nuestros tiempos (o sea toda). Ya vimos un par de casos previos al estado presente de nuestra literatura. Menos lúgubre quizá que Elena de Obieta (aunque ya cierto unicornio nos ha mostrado que esa ausencia es presencia múltiple: todas las mujeres en una ida, qué desolación romántica, qué belleza), pero más atroz; ya no un cadáver hermoso forrado de encajes y terciopelos, pálido, sino uno de puta abandonado en la carretera, podrido, verde, violado es el que nos pertenece. Abro otro libro al azar, dice: “También la pobre puta sueña” (are you talking to me?). “Pero escuchen esto, / autores, / bardos suicidas / del diecinueve atroz, / del veinte y de sus asesinos: / sólo sabe soñar / al tiempo mismo / de corromperse. // Ésa es la clave. / Ésa es la lección. / He ahí el camino para todos: / soñar y corromperse a una”. ¿Habremos valorado ya el carácter definitorio de estas palabras sobre nuestra época? Ya en narrativa, Gonzalo Martré ha resumido esta cuestión brutalmente (pero cuál cuestión) con “La señora de la calle Poe”. La técnica del cuento eficaz, del cuento perfecto aludido en el título, se aprovecha y revoluciona, con tan pocas fanfarrias (Martré no tiene el halo de escritor iluminado que algunos farsantes ganaron en rifas; se me ocurre ahora el niño Bellatin por ejemplo) como poca reverencia ante la llamada buena escritura. Una de las últimas confesiones del narrador en el texto de Martré nos señala la vergüenza en nuestra búsqueda (búsqueda de la mujer, de la verdad, de la narración): “no pude menos que compadecerlo infinitamente, porque el amor de su vida, ¡siempre había sido una cerda!”; esta frase literal, tras decenas de páginas, emuladoras casi del cuento ordinario sobre amor maduro, nos muestra lo que de Marco Terencio, devorado por su cerda, compartimos todos. Mas faltaba aún un elemento de la degradación: la caza de puerco salvaje es todavía cacería mayor. Marco Terencio se entregó felizmente a las fauces de su amada. Cazador nato, parodia de don Juan, se volvió presa. Ahora ya ni eso: la mujer puerca, la perra, la zorra perseguida se convirtió, desde 2666 (es un decir), en el cadáver cotidiano y omnipresente, ligeramente incómodo, que se debe a todos pero que nadie entierra. Ya ni siquiera hay caza menor, apenas degradación pasiva (¿la sociedad y sus intereses, al cabo?). Tal nuestra figura femenina, tal nuestra verdad, tal nuestra narración. El Cristo Hembra se impone ante La Enfermera (La Perra, directamente, en El hipogeo secreto); por eso el público ha querido ver en ésta una conversión voluntaria hacia aquélla.

jueves, 6 de diciembre de 2007

(Re) flexiones sobre una comparación

Comienzo con una cita que ayer se apareció azarosamente: “Lengua y estilo son fuerzas ciegas; la escritura es un acto de solidaridad histórica. Lengua y estilo son objetos; la escritura es una función: es la relación entre la creación y la sociedad, el lenguaje literario transformado por su destino social, la forma captada en su intención humana y unida así a las grandes crisis de la Historia.” (Barthes, El grado cero..., p. 22.). ¿Qué pasaría si, jugando, cambiamos las palabras “histórica” e “Historia” por “literaria” y “Literatura”?; ¿qué, si en lugar de hablar de solidaridad hablamos de compromiso? Hablar del compromiso artístico del arte es hablar, creo, de tradición y, por lo tanto, hablar de muchas cosas y de nada. Podemos seguir con la ficción y aceptar que hay Una tradición literaria, pero negaríamos el hecho de que cada escritor responde siempre a su muy particular experiencia (artística, por supuesto). Entonces, cada escritor es en sí mismo un canon tan poco autorizado y válido como El canon, pero quizá mucho más práctico, en el sentido en que es un canon puesto en práctica, ejercitándose, y no una colonia de mausoleos.

Lo que sigue: ¿puede existir una tradición extra-literaria? Me refiero a toda una conjunción de circunstancias, actitudes, opiniones que también, ignoro si para bien o para mal, forman parte del ambiente literario. ¿Podemos hablar de la marginalidad literaria como tradición? Porque si en efecto podemos, agrupar, de principio, a Roberto Arlt, Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti (por ejemplo) no suena tan desvariado. De principio, repito, porque quedarse allí, con la etiqueta de marginales sería absurdo. Otro ejemplo: Contemporáneos y Estridentistas. Como podemos leer, no hay la divergencia que quizá uno esperaría entre la narrativa de ambos “movimientos”. Tengo la duda de si en la obra poética sucedería lo mismo, no lo creo, pero será un buen ejercicio de cualquier semana entrante. Pensar en los Estidentistas, para mí, es pensar en unas pocas líneas que acaban siempre con el “¡Viva el Mole de Guajolote!”:

“Excito a todos los poetas, pintores y escultores jóvenes de México, a los que aun no han sido maleados por el oro prebendario de los sinecurismos gobiernistas, a los que aun no se han corrompido con los mezquinos elogios de la crítica oficial y con los aplausos de un público soez y concupiscente, a todos los que no han ido a lamer los platos en los festines culinarios de Enrique Gonzalez Martínez, para hacer arte con el estilicidio de sus menstruaciones intelectuales...”

¿Cuál de los Contemporáneos hubiera ya no escrito, pero siquiera firmado esto? Pienso también en el Café de Nadie, en la xalapeña Estridentópolis. Pienso en actitud, pues. Al pensar en Villaurrutia o Gorostiza u Owen pienso en figuras retóricas, en sapiencia, en alta poesía. Hablo únicamente de mi malformación como lector que, por fortuna, ni siquiera roza el famoso “cualquier parecido con la realidad...”. Pienso en margen contra centro, pero, de nuevo, hablo de algo más que de lecturas. Habrá ya estudios que demuestre, seguro, que fueron los Contemporáneos mucho más vanguardistas que los Estridentistas, literariamente; habrá los que no. En lo que seguimos platicando al respecto, me pondré a releer poesía. Como sea, todavía no hay quien apague el sol a sombrerazos.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Fernández

Corresponde, entonces, una recreación, siempre provisional, del canon. Podría ensayarse una con base en cierta idea de Edmundo O´Gorman: debemos averiguar si el ideal femenino de una época guarda relaciones estrechas, como parece, con el ideal que esa época se forma de la verdad. Eso dice, más o menos. Quien entienda que el “debemos averiguar” de la frase se refiere a los varones y que “lo femenino” significa “las mujeres” ya puede abandonar este blog que pide lectura atenta. Ya se dijo por ahí que Sor Juana, para empezar y debido a su condición de “moderna” (qué abuso de las comillas), podría ayudarnos a esta reconsideración. Aun sin contribuir al modelo de la narrativa, la monja lo hace en favor de una conciencia mexicana y, sobre todo –esto es lo suyo imprescindible–, a una conciencia de la escritura. Ya luego se llegará a esto, pero no por ahora, qué hueva. Algo más a propósito de la monja: las implicaciones de su condición femenina. Sor Juana padeció esta relación, o más bien tensión, entre el modelo de lo femenino y el de la verdad. Podría entonces la monja ser, para nuestra pereza, heroína del feminismo moderno, pero es sin duda héroe de la poesía universal. Mucho tiempo después, ambos cánones (lo femenino, la verdad) sufrieron modificaciones que aún nos definen. Ambos fueron para la primera mitad del siglo veinte bicéfalos, esto es: de una riqueza dual, basada en la oposición franca, simétrica, falsa. Dama de corazones (para atender el comentario de Gonzalo al post anterior) como respuesta del ideal lopezvelardeano (Ramón confiesa su imposibilidad de entender cosa alguna si no es mediante la mujer), es buen ejemplo de esta carencia. Téngase en cuenta que, como respuesta tal, no es la única de los Contemporáneos: podría tomarse cualquiera de las novelas líricas del grupo. Esas mujeres son un calco de la de Ramón, que apuntaba a una multiplicidad, más que dualidad, más rica, más sugerente, más verídica, que el jerezano no podría desarrollar debido a su muerte temprana. Al mismo tiempo, en Argentina, la mujer era una sombra: sostén de la vida (y aun su metáfora cabal) y ausencia fatal: la no-mujer, ida pero omnisciente, Elena Bellamuerte, la mujer de Macedonio Fernández. No creo exagerar cuando afirmo que el rumbo de las multiplicidades femeninas (pero también en negativo: qué complicado es el ideal femenino de Felisberto Hernández) en Las Hortensias se debe, como se me ocurre que intuyó Cortázar, a esa asimilación de la no-mujer macedoniana. Curiosa la relación histórica de los apellidos, que acusa a Felisberto y a Efrén descendientes de Macedonio. Mujer múltiple, mujer multitudinaria, mujer objeto, pero también objeto femenino (de esta inversión el poeta jerezano no se sorprendería), culpa y gozo; ya en la mitad del veinte el ideal femenino parece más equívoco en el cono sur que en México. Y por tanto, la verdad. Entre paréntesis hay que decir que lo femenino, a Borges, le es ajeno. Pero hay una mujer sugerente en México que prefiero destacar, atendiendo ahora el comentario al post previo de nuestro impuesto Departamento Editorial; dice Efrén Hernández: “Tu cuerpo que no añade peso al mundo”, pero este no-cuerpo, que nos recuerda a Elena de Obieta, es ya una figura divina, a diferencia de Elena de Obieta: el poema citado es “Imagen de María”. En una de sus últimas entrevistas, Salvador Elizondo dijo estar descubriendo a Efrén Hernández. El Cristo-hembra de Farabeuf parece enriquecido, sin embargo, por esta fidelísima (pero medio maldita por su acusada falsedad) advocación de María:
Tú, la que eres casi, aunque no eres
otro que una forma
de grito, un hondo grito
de las entrañas huérfanas del hombre;
no pido que me mires
–ya sé que tú no miras–,
no pido que me oigas
–ya sé que tú no oyes–, enloquéceme,
hazme creer el encanto, solamente
hazme creer el encanto de que existes,
ciega mi entendimiento;
la luz, la necesito
más en el corazón.

jueves, 15 de noviembre de 2007

De traición y fidelidad II

Sin duda, a la literatura mexicana le hace falta un asidero, un muelle, un faro, algo, pero le urge. Se trata, entonces, de encontrar la equivalencia a la ecuación Gombrowicz-Sarmiento, con todo y su Piglia en el medio. Por principio y en el más optimista de los tonos pienso que algo así no existe en este país y que la culpa, la última y desdichada culpa la tienen los lectores. No se trata de ponernos el san benito; es algo más simple: ¿existía Arlt antes de Piglia, existía Gombrowicz? A lo que voy: existían, sí, pero no son los mismo luego de que Piglia los inventó, pues esa y no otra es la palabra. La tradición, puede que lo haya dicho Borges, se inventa, se crea; no es algo que esté ahí esperando los monumentos. Si hemos planteado (o propuesto, ya no sé) que la literatura mexicana sufre de hepatitis terminal es porque hemos fracasado como lectores, no como creadores. Basta, de nuevo, la rudimentaria lista de nombres que eché al vuelo en post anterior. ¿Es Rulfo mal escritor, o Pitol, o Revueltas? Pero es justo esa pregunta la que no permite que esto avance. Piglia pudo decir Borges, pero en su lugar nombró al polaco. ¿Irreverencia banal? ¿Iconoclastia fatua? No: lectura, propuesta, tradición. Casi podría decir que siempre lo ha hecho así y que Respiración Artificial es la novela de un gran lector, en primer término, y de un buen escritor, en segundo. Es obvio que Borges es un genio, pero si aparece Arlt o Gombrowicz es porque se busca un camino en lugar de clausurarlo. Criticar está bien, es divertido, uno puede ser irónico y disfrutar de la risa cómplice con los amigos. Cuestionar es mucho más difícil porque implica propuesta. Rulfo es el mejor escritor mexicano: ¿y qué? Ya lo leí, qué bueno que lo leí. La literatura mexicana sufre de monumentitis cuando lo que hace falta es tirar estatuas cuyas piedras apenas sirvan de cimientos. Inventemos nuestra tradición: como lectores es nuestro derecho. ¿Cuándo comienza nuestra literatura? Por supuesto, hablo de literatura moderna. Con todo lo moderna que pueda ser, por ejemplo, sor Juana, no basta leerla para explicarnos qué sucede hoy. Esa es la pregunta que creo debería rondarnos,para replantear nuestro camino como lectores. Vuelvo al principio, Piglia se hizo esa pregunto y respondió que Sarmiento, que Gombrowicz, que Arlt. Soltemos nombres, hablemos de nuestro silgo XIX, de la novela de la revolución, del Ateneo, de los Comtemporáneos, etcétera. Una pregunta tan simple, el comienzo de una literatura, puede fundar bibliotecas, academias, enemistades, traiciones. Si hemos, pues, de traicionar nuestra literatura para poder serle fieles, hay que pensarnos como los peores lectores pues sólo en el anacronismo, en la lectura ventajosa y tal vez frívola encontraremos el camino de la invención. Si escribir mal puede ser (y ha sido) una consigna, una propuesta estética, instituyamos también la de leer mal. Por ahí se abre una ventana: ¿quién, por ejemplo, como Arlt en México? ¿Gozamos de un "mal" escritor aquí al cual podamos encunbrar, como vicio o deporte?

domingo, 4 de noviembre de 2007

De traición y fidelidad

Vamos a estar de acuerdo, por lo pronto, con que hay un problema de actitud y con que es lo primero que deberíamos señalar. Porque, claro, los nombres barajados tienen, luego vemos por qué, poco a poco, caso por caso, autoridad. Tienen peso, digamos ahora, los mexicanos mencionados, los argentinos. Con una lista así da la impresión de que no hay caída, de que el tremendismo de quien suscribe no tiene fundamento, o lo tiene endeble. Calidad y cantidad aparte: nadie va a contar aquí páginas. Pero qué, ¿la actitud extra literaria no es el fundamento principal de escrituras más bien mediocres, fechadas, pasajeras? ¿Cuál es el sustento principal de las vanguardias, que menospreciaban la obra y la relación con el lector, la comunicación en última instancia, si no la actitud? Entonces sí, mientras la escritura mexicana mantenga su pátina idiota, reverencial, no tendremos acceso a ella, los lectores, acceso directo, quiero decir, profundo, íntimo. Pero no es en este tipo de actitud donde hallaremos razones para un diagnóstico, ni, en caso de requerirse, fundamentos para una cura. Quizá convenga desviar un poco la mirada: no interesa la actitud crítica que pueda haber fuera de la literatura, sino la que se encuentra dentro. ¿César Aira hablando de Cortázar?: bien, pero por qué no la narrativa de César Aira frente a la de Cortázar. Por qué no un caso análogo en México (ni hablar de las relaciones entre políticos mediocres y escritores mediocres, que nada tienen que ver con la literatura), para comentar. Por qué no vislumbrar el orden que se ha querido para la narrativa del país, al cabo centro de esta conversación en línea, y el que se querría. “Traicionar lo que se lee”, dice Ricardo Piglia: la consigna parece de actitud, pero Piglia tiene presente que la traición se hace dentro de otro texto. Cada texto literario es espejo de otro, espejo, aunque cóncavo, fiel. Dos palabras clave ya: traición, fidelidad. Y esta propuesta para el comportamiento del escritor, para su comportamiento como escritor, el único que interesa, obliga a plantear otra cuestión: a la manera de la auto-referencia, tema y recurso protagonista de la más reciente literatura hispanoamericana (pero no sólo), que erige la tautología como una de las bellas artes y que cuando quiere algo lo nombra (esto es: lo crea), el escritor está obligado a ensayar su genealogía. Contrastar el orden que se ha querido para la narrativa con el que se querría. Recrear, con violencia, con anacronismos conscientes, con mutilaciones, inserciones (Incisiones sobre escisiones), la historia de la literatura. Y el que recrea esta historia quiere, porque sí, una caída. O porque la narrativa mexicana contemporánea no le basta. Entonces, de dónde partir. Y aun, insistiendo en la comparación con Argentina: de dónde parte la narrativa del cono sur. Si Witold Gombrowicz, el gran novelista argentino según Piglia, se debe a la tradición iniciada por Sarmiento, qué ecuación análoga conviene a la narrativa mexicana.

domingo, 28 de octubre de 2007

El principio que amenza ser final


La pregunta es clara y precisa; espero que la respuesta lo sea mucho menos. En principio, traeré a colación a un invitado que, después, se convertirá en protagonista. Las palabras de Cortázar las recuerdo imperfectamente: la diferencia entre una novela y un cuento es la diferencia entre ganar una pelea por puntos o ganarla por knock out. Este símil me permite comenzar la respuesta. Hablamos de una caída de la literatura latinoamericana (como queremos que quiera Bolaño) y yo pregunto: ¿la caída es por knock out o por puntos? Es decir: ¿cae la literatura por un buen golpe a la mandíbula o por su propio peso? O ni siquiera eso y en lugar de hablar de una caída lo que debemos plantear es un camino; un camino, eso sí, de obstáculos, como cualquier otro. No importa, hablemos de caída y hablemos entonces de la comparación propuesta. Para saber que hemos tocado fondo es necesario no perder la vista la cima de la cual hemos caído. Digamos, por algo decir, que concebir la narrativa latinoamericana como un conjunto de cimas de, más o menos, la misma altura es un ejercicio sano. Hay, sin embargo, desniveles sobre los cuales ya habrá tiempo de hilar incoherencias. Los dos extremos, geográficos, por principio, son México y Argentina (Chile, con todo y la ironía –y justo por ella- de esta primera entrada, es tierra de poetas). Junto con Venezuela, han sido ambas las capitales editoriales del continente (Cuba corrió parejas también un tiempo). En historia son completamente distintos, tan distintos, para decirlo rápidamente y mal, como el criollo y el mestizo. Pero hablamos de literatura y por eso digo que juntos, ambos países se bastan: Macedonio, Arlt, Borges, Puig, Cortázar, Walsh, Piglia (faltan tantos) sólo pueden equipararse a Reyes, Rulfo, Arreola, Revueltas, Tario, Elizondo, Pitol (faltan tantos). Y vuelto a la pregunta: ¿pasa lo mismo con ambas narrativas? Y respondo ahora que no, que definitivamente no. Tiendo a pensar apocalípticamente que la diferencia entre ambas es una cuestión de actitud. Ni de calidad, ni de cantidad, ni de principios estéticos, ni de nada salvo de actitud. Caso sintomático: César Aira, novelista menor de la Argentina actual, cuya denominación de origen consiste en arruinar perfectos argumentos y convertirlos en novelas mediocres (claro, según él, su obra parte de una crítica implícita al concepto de verosimilitud como principio artístico) no tiene empacho al afirmar que el mejor Cortázar está destinado a ser un mal Borges; que sus cuentos son buenas artesanías y que, salvo “Casa tomada”, el resto de su obra es deplorable (véase Aquí). El asunto es el siguiente: si cualquiera en México se atreviera a injuriar así a alguna de nuestras glorias, ¿qué sucedería? El escándalo sería inaudito (el Botón de muestra: la lamentable controversia acerca de la calidad y compromiso de la Poni, ya no de Cortázar). Que Aira difame o no a Cortázar es lo de menos. Que aquí nadie se atreva a ponerle mano a Fuentes o a Rulfo (claro abismo entre ellos) es lo de más. La literatura argentina cae y se levanta, se reformula, se insulta: vive. La mexicana nunca cae, se petrifica en sus ídolos peligrosamente. ¿Qué sigue?

viernes, 26 de octubre de 2007

Un principio, una pregunta

No es que se me dé lo de las metáforas, lo de la literatura. Pero leía unas líneas de Roberto Bolaño cuando hallé un pretexto para casi cualquier cosa. Es sobre periodistas, periodistas culturales pero también de nota roja y de política, al final todos reunidos donde ha de ser: “Generalmente acaban en un local de putas de la colonia Guerrero, un enorme salón presidido por una estatua de yeso de Afrodita de más de dos metros, probablemente, pensaba él, un local que había gozado de cierta gloria licenciosa en la época de Tin-Tan, y que desde entonces no había hecho otra cosa sino caer, una de esas caídas interminables y mexicanas, es decir una caída pespunteada de tanto en tanto por una risa en sordina, por un disparo en sordina, por un quejido en sordina. ¿Una caída mexicana? En realidad, una caída latinoamericana”. Pero qué carajo, de qué está hablando. De pronto tuve una visión feliz: sin periodistas, o triste: sin puteros. Sin Tin-Tan, sin Afrodita, sin mitos, pues, o con mitos desinflados. Y se me ocurrió, como al que se le ocurre tomar una cerveza que no quiere ni necesita: está hablando de literatura. Esto es: de tradición. Esto es: de historia: de nada. O de muy pocas cosas, y todas, aunque pocas, desordenadas, al grado de no hacer nadie nada nunca por ese desorden, que parece, aunque sólo, inmenso. Ya dije que el parrafito de Bolaño es pretexto para casi cualquier cosa: podría uno pensar en política, la mexicana y la latinoamericana, o en desigualdad social o en economía, o en esas cosas importantes, pero no tengo interés por lo importante: compro un trago, y no comida, con mis últimas monedas. El párrafo habla entonces de literatura. Los periodistas pueden ser escritores entusiastas; el putero venido a menos, donde irremediablemente acaban, sin importar rangos ni abolengos literarios. La caída la sentimos todos; el apagado grito que acompaña esa caída, o sea su falta de importancia, hipocresías aparte, también. Cualquiera puede estar en desacuerdo y decir: La narrativa mexicana goza de excelente salud (por capricho nos limitaremos a hablar de la narrativa mexicana, como quien toma del refrigerador una Indio, habiendo Victoria, ambas la misma mierda), pero dije ya “cualquiera”: notemos si ese individuo está ganando varo, publicando su basura en los periódicos, asistiendo a congresos, es decir, si extra-literariamente se beneficia de la “literatura”. Pero quién es la tercera persona del singular, quién el “pensaba él”. Voy a convertirla en primera, primera persona (¿del plural?), como uno más que está cayendo, visitando quizá por primera pero no única vez el putero venido a menos. Y me concentro en la pregunta: ¿es la descrita una caída latinoamericana, hablando de narrativa? Contrastemos: ¿el de Argentina, por ejemplo, se parece en algo al lamentable caso de México? Si no, por qué; si sí, en qué.