miércoles, 31 de octubre de 2012


Prología


La literatura impone su magia por artificios;
el lector acaba por reconocerlos y desdeñarlos

Jorge Luis Borges


A M. M. (“la culpa es de los potosinos”)


La privilegiada categoría de investigador académico que desde hace un par de meses ostento, con decoro y humildad, bastó, según las apreciaciones de algún cenáculo irredento de provincias, para que me fueran confiados los prototipos del número inaugural, monográfico, de la promisoria revista electrónica de literatura Rocamadour (accesible, próximamente, aquí: www.rocamadour.com.mx). Los editores, en el correo electrónico que me han remitido sin afectaciones ni fatuidad, aunque sí con severas faltas ortográficas, ruegan mis conducentes filtros de censura o mi visto bueno. Por las obvias medidas restrictivas que toda conferencia seria debe acatar, no aburriré al selecto público con la descripción de las insolentes colaboraciones que abultan –si tal verbo es apropiado para lo que producen las  rotativas digitales– la bellamente bautizada Rocamadour. Me ocuparé sólo del texto que firma un Ardello Hamilton y que se titula, rancio de vanguardias, o pretendidamente innovador: “Prología”.
     Este individuo, Hamilton, relata en el párrafo introductorio la leyenda seudoliteraria que le fue referida, en el único de los viajes que malogró a Buenos Aires, entre la consumición animalesca de choripanes, el sudor y la fiebre de dos gamberros hambrientos, adoradores del Boca, tras un encuentro amistoso, es decir a muerte, con el River. Ardello escuchó a los dos presuntuosos hinchas decir, o eructar jurando, que Witold Gombrowicz, aquel soberbio pajarraco, inmigrante de Polonia, no habría leído nunca los cuentos de Borges nada más que por la pura y capital envidia, pues los intuyó insuperables, o supremos, como se lo comunicaron con reservas los reseñistas y los críticos en la tertulia, y que cuando al proclamar su máxima ya tan citada de asesinato metafórico: “¡Maten a Borges!”, al partir de Argentina en 1963, Witoldo, con un pie y media maleta en el vagón, se refería únicamente al homicidio alevoso del Borges poeta, al cual sí leyó con fruición y aun placer, sabiéndolo no menor sino minúsculo, risible.
     Ardello Hamilton, exaltado por el episodio, inquirió los pormenores y los orígenes de la anécdota; pero uno de los hooligans, relamiéndose, lo vino a desarmar liberando un aliento pantagruélico a Quilmes y asador, a carne frita y a otros diabólicos perfumes, y le hizo patente su indiferencia en lo que concierne a filologías, acervos y otros limbos donde corroborar el supuesto y la veracidad histórica del acontecimiento: “Y a mí qué me importan, ché, semejantes macanas. El chiste me lo cuenta un pibito que lee, un linyera re copado. Lo supe de memoria no más para impresionar a las mujeres, como ésa de ahí, que se recarga en el árbol, ¡movete que me la tapás, boludo!”
     Insignificancias folclóricas como la que me permití transcribir no merecen la distracción del auditorio, por vulgares, y por su banalidad cotidiana. El punto nodal es que Ardello Hamilton, incardinado en la circunstancia fortuita que acabo de abreviar, experimentó una suerte de escarceo epifánico con el aura de Borges en los arrabales, y se aproximó, desde entonces, y con vivísimo interés de exégeta, a la poesía del transeúnte que desandaba con bastón la populosa calle México.
     Del candor en su nota liminar, prosaica o cómica, al tono implacable que rezuma la participación de Hamilton en Rocamadour, como se leerá, median abismos.
     Con encono, y a renglón seguido, Ardello dispara: “Jorge Luis Borges es el hashtag con el que se atragantan los palurdos cuando el postre de una beca, preferentemente académica, medio les sabe, o medio les suena, a poesía, porque así es como debe sonarles o porque así es a lo que debe saberles”. Ardello externa, luego, su repudio al dogma incoercible de que todo lo escrito, en cualquier género, por una vaca sagrada latinoamericana, occisa o viva, deba ser considerado magistral; y se extiende con amplitud, sin escrúpulo, sobre cuánta razón, cuánta pesimista y melancólica razón le asiste a Ernesto Sabato, el de los noventa y nueve años, en algunas de las más incendiarias páginas de Sobre héroes y tumbas, específicamente las que refutan la superchería apologética del célebre invidente.
     Hamilton, acaso con sinceridad, comenta que su primera lectura de la monumental Obra poética (1923-1985) le deparó la revelación de no haber hallado en los poemas de Borges, sino en sus varios y uniformes prólogos, mayores cualidades estéticas: “su poesía no me hiere de un quebranto sensitivo perdurable, ni es relámpago que me perturbe, lector a carne viva, ni me devasta o encumbra, ni siquiera me agravia, lo leo tan cómodo, que mi calma y mi bostezo lo derrotan y asilencian”. Difiere de inmediato Ardello para retractarse puntualizando que, al releer los prólogos, encuentra en ellos, no sin sorpresa, una segunda y más compleja decepción, en tanto que “aspiran, sin éxito, a la contundencia satírica, mordaz del epigrama, y en su mayoría pecan de ser insufribles por autocompasivos”.
     Para demostrar esta inconsecuente alharaca de crítica impresionista, con obstinado apuro Hamilton expone una serie de subrayados a propósito de una faceta quizá inadvertida de Borges que puede derivarse, sostiene, de un “análisis metódico” de los prólogos a sus poemarios, así como de las dedicatorias, los epígrafes y las “inscripciones”.
     Copio a continuación algunas extravagancias, o aciertos, del iracundo Ardello:
     ”Los encantamientos de la prosa narrativa de Borges han producido una continuada imantación, un contagio en su poesía infame, hasta el punto en que sus lectores, transidos, aprecian sin ambages y con la iluminación lerda del fanático al Borges poeta, que no es sino su manido y tramposo Hyde, su maltrecha sombra y su mal reproducida refracción de vanidad literaria.
     ”He compuesto a lo largo de todo un lustro mi edición crítica de la poesía de Borges y, si es que la Detractora no intercede, demostraré cuando mi manuscrito vea la luz, entre otras cosas, que Borges es el autor de una de las rimas más innobles en castellano, por su gratuidad, palidez, predecible ritmo y opaca música, por su fealdad inexorable; no es la única y es la que se lee al final de ‘Fundación mítica de Buenos Aires’: ‘A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: la juzgo tan eterna como el agua y el aire’. Borges, en La rosa profunda, postuló su acuerdo con Whitman: éste tenía razón, escribió, al negar la rima (414), pero en los versos que se han copiado discrepa de semejante creencia, y discrepa estrepitosamente.
     ”La desacralización del Borges en verso no es lo que compromete a estas líneas; es materia de una empresa más ambiciosa, en proceso de revisión entre camaradas desconocidos, que beben y muy ocasionalmente redactan. Por ahora, creo conveniente internarme en los rescoldos de los prólogos a cada libro incluido en Obra poética (1923-1985).
     ”Antecediendo la dedicatoria del corpus total a su abuela Leonor Acevedo, Jorge Luis Borges traza, o encubre, su temperamento poético. Emplea en el epígrafe unas palabras de la correspondencia de Stevenson que le son propicias para anticipar la dubitación capciosa que permeará el tono de las introducciones en el resto del exhaustivo repertorio que compila: ‘I do not set up to be a poet’. Ya en el prólogo a los dos apretados tomos, confiesa: ‘he preferido resignarme a los diversos y monótonos Borges de 1923, 1925, 1929, 1960, 1964, 1969 así como al de 1976 y 1977’ (15), enunciado en el que sobresalen dos conceptos axiales que se sumarán a otros, posteriores, y que reforzarán una recurrencia en Borges que alude a la incapacidad manifiesta en su desempeño al urdir versos: resignación, monotonía. En cuanto a este anhelo y a sus verdaderos objetivos: ‘querría sobrevivir en el Poema conjetural, en el Poema de los dones, en Everness, en El Golem y en Límites’ (16), me detendré más adelante.
     ”El prólogo a Fervor de Buenos Aires (1923) nos avisa del patetismo en el canto del autor abatido por los ascensos a la perfección que no materializa: ‘He mitigado (…) he tachado’, nos informa, pese a lo cual ‘el señor’, el Borges viejo que modificó e hizo retoques, ‘se resigna’ con los insatisfactorios resultados. El Borges que ha escrito en 1923 y el que lo enmienda en otra fecha son, como se sabe, ‘el mismo’, y ‘los dos descreemos del fracaso y del éxito’ (19). No es notorio el escepticismo hacia estas entelequias puesto que, si Borges no las creyera importantes, entonces para qué la reescritura, para qué las omisiones y sustituciones en el mecanismo verbal si da lo mismo un poema execrable tanto como uno insólito. De haberse resignado como afirma, ‘el señor’ Borges o el joven Borges hubiera inmolado sus cuartillas en el fuego, si es que las reconocía inválidas desde la hechura, y aun después de la corrección compulsiva. Con astuta timidez presume Borges que sus muy mal hechos versos fueron aprobados ‘generosamente’ por Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
    ”En la nota que sigue al prólogo de Fervor…, ‘A quien leyere’, el poeta reincide: ‘Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente’. De entre los innumerables desatinos estilísticos de Borges es de insoportable regularidad esta plañidera invocación al sabio indulto: perdóname, lector; si escribí un verso feliz fue por descortesía y dicho verso, por lo demás, no es mío, no lo escribí yo, lo he hurtado. No disimula Borges esta mueca retórica de suficiencia cuando adjudica, ¿sarcásticamente? “a quienes leyeren”, el derecho a perdonarlo, deseando a un tiempo que se lo admire y se lo compadezca: si soy un poeta deficiente, lo sé sin aspavientos y clamo por tu comprensión; si soy un poeta bueno, no es a causa de mis destrezas, es por el impersonal azar de haber yo escrito este poema y tú leerlo, lo que puede prestarse a la suspicacia de un doble filo, de una encrucijada, a saber, en la que asoma una especie de inculpación latente: lector, tú escribiste también este poema y, en caso de que sea malo, sus defectos te conciernen, por lo tanto debes perdonarme.
     ”En el prólogo a Luna de enfrente (1969), ¿cómo establecer si Borges es un hábil ironizador de sí mismo y de su calidad o si lo es de la estulticia que premeditadamente delega en su lector, incapaz de valorarlo?: ‘Una que otra composición (…) posee acaso toda la vistosa belleza de una calcomanía; otras (…) no deshonran, me permito afirmar, a quien las compuso’ (65). ¡Qué curiosa preceptiva ésta de erogarse el elogio por algunos títulos de poemas, pero velando otros, avisándonos Borges de un índice, como lectores, al cual debiéramos atener nuestra perspicacia crítica, nuestra sensibilidad y nuestra indulgencia inútil! Con mofa o descaro de Pilatos, Borges advierte al presentarnos Luna de enfrente: ‘no me conciernen sus errores ni sus eventuales virtudes’, pues el libro ‘ya no es mío’ (65). De curiosa manera, pues, Borges prepara una corroboración de gusto estético en su lector, previamente adiestrado: quizá te guste o no este poema tanto como a mí, pero sus errores (que conscientemente premedité y he mitigado) y sus virtudes (ajenas del todo a mis capacidades, recuerda que ‘I do not set up to be a poet’); sus virtudes, digo, tampoco son de mi propiedad. ¿Y por qué no prescindir entonces, Borges, de la firma, de los apellidos al calce, de la trivial correspondencia entre un hombre y sus papeles? 
     ”El epígrafe a Cuaderno San Martín (1929) recurre invariablemente a la autocompasión y a la lástima de sí, contándose Borges entre aquellos maltrechos y heroicos lectores que para FitzGerald ‘are not capable of versifyng on some ten or twelve occasions during their natural lives’. En el prólogo, el poeta gasta otra vez el peor de los verbos que un escritor debe tener a consideración con respecto a cómo aprecia, el comentarista o el público, su obra: perdonar, y se dirige con plegarias al clero dominical de los lectores especializados: ‘Ante la indignación de la crítica, que no perdona que un autor se arrepienta’ (87). Vuelve a enlistar los poemas de su autoría que para él merecen el realce de las aprobaciones, no sin aclarar que los sabe incapaces de ser absueltos: ‘Las dos piezas Muertes de Buenos Aires (…) imperdonablemente exageran la connotación plebeya de la Chacarita y la connotación patricia de la Recoleta’ (87). Cierra Borges estos enunciados de confesionario con esta línea: ‘La noche que en el Sur lo velaron es acaso el primer poema auténtico que escribí’. Borges no escatima, como se ve, en prejuiciar sobre lo venidero a quien lee o leyere, como si el hado de corrector imprudencial que lo estremece no pudiera dejar de interrumpirlo y manchar con el goteo de su flagelación las páginas de sus prólogos, que, sin estas intermitencias cansinas, contraproducentes de pecado y penitencia, se contarían entre las mejores piezas de prosa poética jamás escritas en la lengua del Manco.
     ”Tal es el caso del pretendido prólogo a El Hacedor, del cual es inadmisible declarar nada salvo que se trata de uno de los más espléndidos cuentos fantásticos desde Las Mil y una Noches. Esta joya es evidencia, paradójicamente incluida dentro del propio corpus poético, de la estirpe inevitable y fatal a la que Jorge Luis Borges pertenece: a la de los mortales, inoportunos e insaciables narradores: a la de los envidados tusitala. Sin embargo, conviene acotar que aparecen en el ‘Prólogo’, robustecidas, la esquizofrenia y la fobia que escarnecían a Borges ante la posibilidad de ser leído por un lector inalcanzable, totalitario y absoluto, es decir, de ser leído, horror in extremis, por él mismo en alguna de las ramificaciones de su Aleph. En los párrafos anteriores a El hacedor Borges disfraza a su Minotauro acechante y lo encarna en la figura, o, más bien, en la efigie de Leopoldo Lugones y acepta que, como antes Díez-Canedo y Reyes, el autor de Los caballos de Abdera ‘lee con aprobación algún verso’ (111). Borges respira, su poesía no está tan mal como ha creído; aunque respira con desconfianza, con el miedo de quien sortea el peligro pero sin evadirse a él por completo.
     ”En el prólogo a El otro, el mismo (1964) Borges solicita la consabida piedad y la compasión por su obra, lo mismo que su reconocimiento en iguales proporciones: ‘De los muchos libros de versos que mi resignación, mi descuido y a veces mi pasión fueron borroneando, El otro, el mismo, es el que prefiero’ (167). Borges descuidado. Arrepentido. Autosatisfecho en sus resignaciones. ¿Por qué un poeta me dice lo que prefiere, en tendenciosa primera persona, tratándose de su obra y por qué justo Borges me lo dice antes de iniciar yo su lectura, como definió el Vizconde de Lazcano Tegui, compatriota suyo, ‘con el pobrecito prisma de mis ojos’? Celebra Borges en este prólogo que ciertos poemas, y enumera cuáles, debidamente señalados con el dedo tembloroso del autor exiguo, ‘no me deshonran’ (167), expresión mujeril ya empleada en Luna de enfrente, y que remite a los desvelos, al pundonor y al sufrimiento, pero también a los ardores que cimbran la alcoba, de una damisela en espera de su verde Gawain canalla para que la desflore. Borges quiere aparentar severidad en la formulación de los juicios que enlista, referentes a El otro, el mismo; según él, su poesía contiene ‘las previsibles monotonías, la repetición de palabras y tal vez de líneas enteras’ (167), lo que no ejerce un poder suficiente como para omitir los versos en que éstos defectos admitidos pululan. Vuelve del mismo modo a medirlos, a sustituir con el suyo el alcance perceptivo del lector, en la tentativa, tal vez, de neutralizarlo, y advierte: ‘mis segundas versiones (…) suelen ser inferiores a las primeras’ (167). ¿Por qué no permites, oh venerable Tiresias, que tu lector, el lector al que temes, y el que conoce los facsímiles, el lector que te comenta en las aulas y en los congresos, o en la soledad amena de una casa, lo decida? Y cuando Borges transmite su proverbial impotencia de no haber podido transubstanciar la música germana y anglosajona en las metafísicas del español moderno, admite: ‘si hubiera ejecutado esta aventura, acaso imposible, yo sería un gran poeta’ (168). Llora su pluma también porque ‘No pasé de un borrador urdido con palabras de pocas sílabas’, en aspiración a la ‘modesta y secreta complejidad’.
     ”Y es en El otro, el mismo, donde Borges levanta de los campos ennegrecidos del anonimato a su arquetipo. ‘A un poeta menor de la antología’ es el título del poema que, como casi todos los que intentara, es profuso en ripios matemáticamente medidos, cacofonías, rimas consonantes obsoletas, uso indiscriminado y pobre del polisíndeton, despilfarro de un mismo sustantivo en versos diferentes y tristes lugares comunes para definir, por ejemplo, el tiempo: ‘río’, ‘red’, y definirlo sólo para desentrañar, y para qué, una metáfora previamente construida. ‘A un poeta menor de la antología’ es una composición pletórica de grandilocuencias y ampulosidades, de las que cito, a modo de muestra, ‘la inexorable luz de la gloria’ (185). Hacia la última estrofa se lee un colmo, otro, de romanticismo tardío y decadente, típico de poeta latinoamericano, fuera de toda permisibilidad estética, en el verso que inicia: ‘En el éxtasis de un atardecer’. Borges ha erigido esta composición en honor a sí mismo, se ha antologado a sí mismo como poeta menor, otorgándose la piedad, el perdón y la admiración que después de tanto pedirlos siente que nadie le ha dado todavía, o que a nadie ha interesado darle.
     ”En Para las seis cuerdas (1965) Borges no claudica en sus empeños de ningunearse: ‘En el modesto caso de mis milongas’ (281) y en un palmario recurso de adulto cursi, escribe: ‘He querido eludir la sensiblería del inconsolable’, lo cual indica, como en los prólogos que preceden a éste, que ha querido mitigar, ha querido corregir, viejo y joven: ha querido, sí, pero, ¿le fue posible? ‘Estas milongas hubieran sido ingenuas y bravas’, remata, e incurre en una suerte de rendición de cuentas a las que no nos tienen acostumbrados sus razonamientos sobre la literatura en general y la poesía en particular (Siete noches, ‘La poesía’), pues concluye: ‘ninguna otra aclaración requieren estos versos’. ¿Pero cuáles así lo requieren? ¡Ninguno debiera requerir sino su sola consumación en el caos, o en la armonía, que se susciten a encontronazo limpio en el alma de un lector!
     ”En Elogio de sombras (1969), inverosímilmente Borges supone ‘no tener un solo enemigo, o, si los hubo, nunca me lo hicieron saber’ (309). Borges, el poeta sin enemigos que pide perdón a los lectores por sus obras, y que practica el hábito de la modestia: ‘Carlos Frías me ha sugerido que aproveche su prólogo para una declaración de mi estética. Mi pobreza, mi voluntad, se oponen a este consejo’ (309). Pobre y voluntarioso, Borges, y obsesivo en su manía de hacerse perdonar, se refiere a Elogio de sombras: ‘Es razonable presumir que no será mejor o peor que los otros’ (310), concluyendo en sus repetitivas oraciones, en sus ensalmos por mor de allegarse a la orden mendicante de la poesía: ‘sólo los errores son nuestros. Espero que el lector descubra en mis páginas algo que pueda merecer su memoria’ (311).  
     ”Jorge Luis Borges, el poeta no verdadero, pobre, acreditado por Lugones (en su imaginación) y por Díez-Canedo y Reyes (en el ecosistema real de la selva literaria), ha cumplido setenta años y esta cifra lo inquietará en los prólogos subsiguientes a El oro de los tigres (1972), el primero que urde asustado por la edad y sin embargo satisfecho porque de ahora en adelante le pesará menos el hecho de no ser un gran poeta, privilegio vedado a los que han alcanzado esa década y que no deben, porque no pueden, ser descomunales vates: ‘De un hombre que ha cumplido los setenta años (…) poco podemos esperar, salvo el manejo de algunas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones’ (359); de manera que si en la juventud era un mal poeta por exceso de barroquismos, oscuridad y pretensión, vergüenza y soberbia, ahora lo es, viejo, por decreto determinista y místico. Borges nos dice que no pudo ser buen poeta cuando joven, por lo que procedió a corregirse, y que no puede ser buen poeta, ahora, porque de los viejos nada podemos esperar. ‘Para un verdadero poeta’ (359), escribe en leonina tercera persona, ‘cada hecho, debería ser poético’ (359). Vuelve a referir su xenofobia académica: ‘Descreo de las escuelas literarias’ (359), lo mismo que la idea ya declarada en el prólogo a Obra poética (1923-1985), de que la poesía está en el comercio del poema con el lector pero no en la ‘serie de símbolos que registran las páginas de un libro’ (15). Ahora, en El oro de los tigres redunda y pontifica que no sólo la poesía, sino el idioma todo, es un ‘modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos’ (360).
     ”En La rosa profunda (1975), en su prólogo, Borges asiduamente se lacera con sofisticación al repetir, sin creérselo, que ‘mis opiniones, sin duda, son baladíes’ (413), lo que no lo limita al dictaminar sobre cuál es la misión del poeta, si bien previamente se había negado, por pobreza, a condescender ninguna estética; en La rosa profunda instituye que ‘Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar’ (414). 
     ”En La moneda de hierro (1976), circundado por las inquietudes que amenazan a quienes han cumplido los setenta años ‘que aconseja el Espíritu’ (463), Borges espanta los agravios de la decrepitud y se le manifiesta al lector bajo un disfraz de atormentado menesteroso: ‘un escritor, por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas’ (463). ¿Borges hubiera soportado, de parte de cualquiera de sus críticos, de cualquiera de sus allegados, el epíteto? No hizo falta que nadie lo encarara con un juicio sumario de su poesía puesto que él, a esta edad y quizá ya con menos impostura, se defenestra. Borges torpe. Para no dejar, como en ningún caso, de emitir  con mansedumbre un valor agregado sobre sus poemarios, a La moneda de hierro lo considera misceláneo y ‘no valdrá mucho más ni mucho menos que los anteriores volúmenes. Este módico vaticinio, que nada nos cuesta admitir, me depara una suerte de impunidad’ (463). Es decir que el hecho de creerse menor, muy menor poeta, módico y torpe, lo exime de ser criticado y le da impunidad, pero, ¿a los ojos de quién? El afamado hacedor argentino, en la cúspide de la fama, enuncia: ‘ya que no me juzgarán por el texto sino por la imagen indefinida pero suficientemente precisa que se tiene de mí’ (464). Cuesta reconocer aquí al mismo Borges escéptico de los éxitos y los fracasos que ya se lamentaba de sus caídas en Fervor de Buenos Aires
     ”La poca, muy poca, pero valiosísima poesía que alcanzó a iluminar sus tribulaciones está en algunas líneas de los autocompasivos prólogos. La ‘Inscripción’ con que amorosa, trémula, conmovedoramente y con desfallecimientos de tahúr visionario Jorge Luis Borges dedica Historia de la noche (1977) ‘a usted, María Kodama’ (505), disipará cualquier duda con respecto a lo que afirmo. Entra en este periodo el polémico nombre de María como albacea. Se le regalan a ella, también, los textos de La cifra (1981), en cuya homónima ‘Inscripción’ Jorge Luis entrega, para desgracia de la futura crítica que intentará perpetuar otros alcances interpretativos, su poesía y su obra toda en testamento. Borges ha heredado a la empresaria de su inmortalidad: ‘El que da no se priva de lo que da’ (557). Persiste, en La cifra, el eco del Borges de antaño asimilando el hecho de que un libro escrito por él ya no le pertenece. Nuestro siglo veintiuno podría revirar esa sentencia para sencillamente aceptar, con tristeza, que la obra es, en el peor y más prohibitivo sentido, de su temeraria María Kodama.   
     ”En el prólogo a La cifra, Borges descree todavía de las escuelas literarias y concede que ‘El ejercicio de la literatura puede enseñarnos a eludir equivocaciones’ (559). Su tono parece menos impostado líneas adelante cuando anota, viejo y memorioso, que ‘Mi suerte es lo que suele denominarse poesía intelectual’ (559). Borges ha pensado, medido, elucidado la poesía, pero no la ha podido derivar de sus reflexiones filosóficas o métricas, no ha podido desbordarla: su intelecto la mella y apoca. Es notorio sin embargo ver cómo envejece Borges sin que su actitud autocrítica, endeble, reformule en lo esencial sus expiaciones.
     ”En la restante ‘Inscripción’ que incluye la Obra poética (1923-1985), Borges vuelve a dedicar a Kodama, esta vez, Los conjurados (1985), último libro que se antologa, y en el cual el bien mancomunado del acervo borgesiano ya ostenta propietaria vitalicia: ‘En este libro están las cosas que siempre fueron suyas’ (627), le testa Jorge Luis a María. El prólogo a Los conjurados desenmascara en definitiva el ego del argentino, ya marchito, y reflexiona en torno a lo que ha dejado a la posteridad como poeta: ‘La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra es deleznable, pero su ejecución no lo es’ (629). Borges apela en el lector a que comprenda y perdone a aquel que ha sido feliz escribiendo, estado anímico que debe, quién sabe por qué razón, atenuar las deficiencias o los méritos de una obra. Repite Borges que no profesa ‘ninguna estética’, como si para esta época no se percatara de la repercusión, de la solidez de su mundo imaginario ya propio, de su identidad literaria única y extraña, por extraordinaria.
     ”Borges, el pobre Borges, el torpe Borges, cuyas opiniones no valen, el de la limada sensiblería y la impensable vanidad, escribe con desfachatez: ‘No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura’ (629), mandamiento que al parecer más de un practicante se toma al pie de la letra para figurarse que sus revuelos merecen la trascendencia o la dádiva. Un poeta mediocre, como Borges, y esto es lo que nos intenta decir el anciano Borges, ha escrito el mejor verso de la literatura, ¿pero cuál es ese verso? ‘Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarme hasta el fin’ (629). De manera pues que aquel verso, el mejor verso de la literatura escrito por Borges, yace para nuestro infortunio en las morosidades del secreto, porque no puede ser posible, dice Jorge Luis, que de cuarenta composiciones no pueda derivarse, por cálculo, una sola línea que amerite un asombro: Borges inconcebiblemente apela a la cantidad, Borges, el enemigo de la extensión que nos enferma de tedio, este Borges ha dicho, ¿lo ven?, que entre tal cantidad de poemas malos podría haber, aunque secretamente, uno bueno. Cómo le preocupa, contradictoriamente, al hombre que se supo mera evanescencia en el espejo, la permanencia mundana de su legado, y cómo le remordieron los deslices de su exposición a los ataques y a los venenos, tan fructíferos a veces, de la crítica, ese fantasma enterrado en otras épocas menos aprehensivas”. 

Aquí terminan, casi, las elucubraciones atropelladas de Ardello Hamilton, quien, envalentonado tras mediocres lecturas de los cantos telúricos de Ezra Pound y del peor Paz (el de los Trabajos), así como del tránsfuga neoyorquista García Lorca, dio como epílogo, a su colaboración en Rocamadour, el único poema valioso que pudo haber escrito Borges. Hamilton procedió a desfragmentar los prólogos antes ultrajados con el escalpelo de la vil grosería. Alterando maliciosamente algunas trivialidades gramaticales y elidiendo versos con indiscriminada ignorancia, dividió en estrofas algunas líneas “de incontestable ascensión a la expresividad genuina”. El desenlace de esta patraña no pasa de ser un cadáver exquisito sin título y, no sobra recalcarlo, adolece de imitar, para mal, el modus menardiano:

los patios, los esclavos, el aguatero, las cargas de los húsares del Perú
y el oprobio de Rosas
se purificaron sin destrucción

ser Macedonio Fernández
en aquel tiempo de atardeceres, arrabales y desdicha

brusco don del Espíritu
macizas divinidades de mármol
como el agua en el agua
en el árido camello del Lunario

significaban el dios del trueno
o
el estrépito que sucede al relámpago
un vaivén de bravatas y de quejumbres

Thor no era el dios del trueno
era el trueno y el dios

el sueño del pastor que refiere Beda, el ilustre sueño de Coleridge
que la usura del tiempo desgastaría
por los mares azules de los atlas y por los grandes mares del mundo
en su enumeración de los ídolos de la tribu
del mercado, de la taberna y del teatro
la alta voz del muecín, la muerte de Hakwood, los libros y las láminas

Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego
y aire

Yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra


Antes de remitir mis desalentadoras observaciones y sugerencias a los inmaduros e impacientes editores de Rocamadour, recibí un correo electrónico preventivo de la no sé si ficticia o humorística Sociedad Internacional Kodama para la Preservación de la Celebridad Borgesiana. El asunto: “Evite se le cancele su beca, doctorante”. El cuerpo del email: “Apreciable Sr. Extemporáneo Cuatro, es de nuestro conocimiento que ha entablado usted contacto con un grupo de malintencionados profanadores que pretenden ensuciar el nombre, la reputación y la bonhomía de nuestro inmaculado Jorge Luis Borges. Tenga en cuenta que de los textos que revisa, el de Ardello Hamilton esconde una malintencionada, y añeja, carga de venganza. Borges creía no tener, en su bondad, ningún enemigo, como increíblemente anotó en el prólogo a El otro, el mismo; en ese prólogo, Sr. Extemporáneo Cuatro, Jorge Luis Borges habla de un Alberto Hidalgo, ¿recuerda?, quien en ‘su cenáculo de la calle Victoria’, cito al Maestro, ‘señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces, con variaciones mínimas’ (167). Vigilias enteras de ardua investigación le han revelado a la SIKPCB la nada sorprendente heteronimia: Ardello Hamilton es trasunto de aquel Alberto Hidalgo, un bilioso nonagenario, presumimos, quien como venganza pírrica desea ensombrecer la potestad borgesiana, topándose para su desventaja con el búnker inmarcesible de nuestras agencias y equipos de inteligencia desperdigados por el orbe. Le rogamos discreción. Si difunde cualquiera de las ideas del falso Hamilton, sufrirá el peso de la justicia y una demanda por agravio y violación a los derechos de autor”.
     Meses después de suprimir de mis archivos esta simpática amenaza, tuve noticia de la fecha exacta que programaron mis admiradores para el lanzamiento de la primera entrega de Rocamadour. No será, y lo lamento, el número monográfico sobre Borges que supusieron, ni aparecen las aportaciones o las futilidades de Ardello Hamilton o Alberto Hidalgo, de quien leí hace poco, en un blog al que se me invitó como lector distinguido, la siguiente invectiva, quizá como reminiscencia de la frustración que le ocasionaran los vetos a su edición crítica, en primer lugar, y a su ‘Prología’, texto que, de haber entusiasmado a los ociosos, le granjearía ciertas antipatías:
       “No, Jorge Luis Borges (y le hablo al prodigio de los cuentos), yo no te perdono, y ya que me otorgaron todos tus prefacios el derecho a suscribirte penas capitales: no, jamás te perdonaré tan mal habido y facineroso simulacro de poesía”.








Borges, Jorge Luis. Obra poética (1923-1985). Buenos Aires: Emecé, 1989.

sábado, 2 de abril de 2011

El problema del tema

“Todos me parecían nietos de López Velarde, bisnietos de Salvador Díaz Mirón, los jóvenes machitos atribulados, los jóvenes machitos mustios de las noches del DF, los jóvenes machitos que llegaban con sus folios doblados y sus libros sobados y sus cuadernos sucios y se sentaban en las cafeterías que nunca cierran o en los bares más deprimentes del mundo”, escribió Roberto Bolaño. ¡Por enésima vez! Estos escritores mexicanos siempre tan monolíticos. Por fortuna, el tema del escritor pobre y melancólico se disipa ya gracias a personajes reales de sangre caliente: el narco, el migrante, el sicario. Menos mal, aunque todavía espero el nuevo aire de novelas sobre blogueros y adictos a internet. ¡Oh!

viernes, 1 de abril de 2011

De la sencillez



Máximo Gorki escribe sobre Antón Chéjov: “de una hermosa sencillez él mismo, amó todo lo sencillo, lo real, lo sincero, y tenía un talento propio para acallar las pretensiones de los otros”. Cualidad que en general escasea sin duda, y que, como toda otra, se celebra con sentido aplauso inmediatamente. El gran autor Chéjov, rindiéndose a la belleza de lo ordinario y desenmascarando la elaborada hipocresía intelectual y de gusto entre los demás. El mismo Gorki recuerda una charla entre dos damas extremadamente amaneradas y el generoso Chéjov: “Cómo cree usted que terminará la guerra, Antón Pávlovich”, “Sin duda, en paz”, “Eso por supuesto, pero quién ganará: ¿los griegos o los turcos?”, “Me parece que ganará el bando más fuerte”, “¿Y cuál considera usted el bando más fuerte?”, “Aquel mejor alimentado y mejor educado”, “[a otra dama:] ¿No es astuto?, pero ¿cuál bando prefiere usted, Antón Pávlovich, los griegos o los turcos?”, “Me gustan las pastillas de frutas, ¿y a ustedes?”, “Oh, ¡sí!”, exclaman excitadas. Gorki sigue: “los tres continuaron una animada conversación sobre pastillas de frutas mostrando una maravillosa erudición y un intrincado conocimiento del asunto. Por supuesto, ellas estaban encantadas de no tener que cobrar a su cerebro el esfuerzo ni fingir verdadero interés en los turcos y los griegos, sobre quienes no habían tenido un solo pensamiento en la vida hasta el presente instante”. Tal es la sinceridad de Chéjov, muy similar a la de los autores contemporáneos que, porque el público no está para grandes temas—lo que sea que eso signifique—, escriben y escriben sus poemitas y sus cuentitos, sus novelitas y sus ensayitos sobre pastillas de frutas. Porque no hemos de escupir a los lectores en la cara ni a decirles abiertamente que no están a la altura del tema—pues acaso nosotros mismos no estamos a la altura del tema. En cambio, les hemos de hablar de lo que a ellos verdaderamente ocupa—y a nosotros, secretamente—y argumentar que semejante insulto es más bien nuestra sencillez, nuestro talento, nuestra generosidad. Pues nosotros, los autores, sabemos, ni duda cabe que sabemos, pero tú, lector, no entenderías. Anda, prende la tele.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Canto al tercermilenario macehual


No se sabe ya qué reflexión pergeñar ante tal inmensidad, tal estampida furibunda de lectores mexicanos. Miríadas. Hordas de lectores. Lectores insaciables, inclementes, sin escrúpulo lectores: hombres y mujeres de buhardilla que solitarios, al día y a la noche, depredan. Que han preparado con la Literatura su hecatombe, sin temples de dosificación y sin rito, pero tampoco con indiferencia. Críticos. Modelos. Prototipos. Máquinas de la sensibilidad lúcida. Lectores que al conjugar esporádicas muchedumbres vacían, derrumban, cimbran las librerías, pero que tampoco, y por ello impunes, roban. Que se atropellan o braman, acaso hiriendo.

¡Alarma, peligro, alerta y saudade! ¡Lectores… ah-su-pu-ta-ma-dre… lectores mexicanos fértiles y en celo!

Se aglomeran en los encuentros, en los congresos, en los callejones de venta de viejo y en las ferias temporalmente montadas en estadios, en zócalos. Las organizaciones académicas elevan con obscenidad los precios de acceso y las inscripciones. Las constancias. Y ni un sitio libre queda. Ni palco ni gayola ni grada. Se permanece de pie, a cien, doscientos metros de la mesa, como en la Eterna cierto "Prólogo", de puntillas, entre otros prólogos asomaba por captar quizá el principio de su "Capítulo"... Se subastan las novedades y los lectores mexicanos, con holgura y pedantería, disputan todo ejemplar a dentellada y cheque. ¡Lectores, copiosamente lectores, masiva, letal, sobrenaturalmente lectores!

Entecos, jacos: desnutridos como síntoma de plenitud. Lectores posesos, demenciales, sombras de lectores perfectos que son eso y ya, only that and nothing more: cuervos que no se llevan a la boca dátil sino el mendrugo del silencio extásico que puede prolongarse infinitamente mientras apretujan un libro: su criatura más preciada, su mamá y su virgencita.

¡Millones de lectores mexicanos atléticos, esbeltos!

Imposible replegarlos. No hay aula que los contenga ni albergue de posgrado que se les niegue o que al franquear no desborden. Ni catálogo que los colme. Ni autor ínfimo que no linchen. Ni tratado que no traduzcan. No hay escritor con más de un millón vendido al que no dilapiden o quemen, ondeando pancartas con el retrato mineral de Vicens, el pertrechado de Onetti, el apócrifo de Soares. Lectores extremistas que se filman encapotados y exigen sin prórroga la fecha de publicación del volumen del tema y del tono y del número de páginas que les place: el novelista se demora no siempre y han ejercido su derecho de iluminados: cumplimentan la pena capital. Las prensas humean: coladero de los infiernos. Los dictaminadores practican suicidio.

El relato de la Literatura, como el vagabundeo del miserable Dedalus, duró no más que un día cuando cada mexicano, sabio y frugal, tercermilenario y tercermundista, se sublevó leyendo y metamorfoseó así su ciclónica vocación de plaga.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Manifiesto (otro)


No había actualizado este blog últimamente porque no me parecía que hubiera algo que decir. Al cabo, quienes me alimentan, esos escritores de ficción mexicana, no han publicado un libro decente en bastante tiempo, esos Macedonios Fernández, esos Robertos Arlt o Bolaños, esos Felisbertos Hernández, esos Juan Josés Saer, no han publicado algo nuevo ni interesante, los mexicanos, ni espero que lo hagan, porque ya se vio recientemente con un tal Cortázar: cuando lo hacen, si lo hacen, ya no son ellos ni son nada. Debido a esto, ya no leo, o ya no leo literatura, o ya no leo literatura mexicana, que cada día es mierda menos densa, lo que quiere decir: cada día se libera un poquitín más por los aires, o hiede más, para que me entiendan. Pero si ya no leo literatura mexicana, porque ya no hay, qué leo, se preguntarán los seguidores de Extemporáneos. Ay, no se desesperen. Leo lo mismo que ustedes, muchachitos, leo internet, leo la Wikipedia, que es todo y tiene todo, leo las redes sociales y el gossip actualizado con su vocabulario actualizado, que todo lo demás importa menos a cada gramito que se evapora y se disipa por los aires como quiso Octavio Paz: así es más real. Así pues, yo, que soy la literatura, o más modestamente: la literatura mexicana, yo, digo, que hablo en nombre de todos aunque no todos quieran o aun sepan, digo, te digo, que no cierres esta ventana y que sigas leyendo lo que hay que leer, éste y todos esos weblogs de todos lados, en los que todos saben quiénes son los escritores mexicanos, esos Macedonios Fernández, esos Robertos Arlt o Bolaños, esos Felisbertos Hernández, esos Juan Josés Saer, y en los que todos han leído ya todos los libros, por supuesto, ¿La Odisea?, qué va, ¿El Quijote?, ¿Moby Dick?, cómo no, ¿El Alquimista? Todo parejo. Todos a por la lectura eficiente de la red, que contiene todo y sabe todo, y a cerrar esas novelotas que no tienen nada que ver con nuestros tiempos ni con nuestra realidad, que la ambición es una fea costumbre, y que para empresas de más de tres minutos el cyberespacio ofrece también soluciones, como el onanismo electrónico. Este es el mundo y estos son nuestros escritores, chingá.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

La biblioteca o el jardín 2


“¡Quién hubiera creído que usted, que se lo pasa pensando o escribiendo, fuera tan favorable a una joven enamorada!” –exclama Adriana, la protagonista de la “última novela mala”, dirigiéndose a Eduardo de Alto. Y el alter ego de Macedonio responde: “Yo estudio pero creo que el estudio en sí mismo no tiene valor moral alguno. La ciencia y el arte sólo honran a la humanidad si han de servir para acrecentar su facultad de amar. Y es muy dudoso que conduzcan a ello”. Esa duda palpita en la escritura de Macedonio, con igual fuerza que la curiosidad y el placer que lo empujan a seguir estudiando, pensando, escribiendo... leyendo.

En un fragmento de Museo el triunfo de la biblioteca sobre el jardín se tiñe de culpa (“Quizá este sufrimiento y tanto fracasar anejo al anhelo artístico, es el castigo de quien prefiere soñar a vivir, arte a vida, cuando la vida nos tiene una Eterna en quien toda belleza halló figura, latido, respiro...”); en el Diario de vida e ideas, de enojo: Macedonio opone en esas notas las categorías de intelectual –quien elije la biblioteca– e inteligente –quien opta por otro espacio asociado con la experiencia y la naturaleza; un sitio más extremo que el jardín... la selva. Al darse cuenta de que su cuaderno contiene más del saber ajeno que de la propia experiencia, se interrumpe burlonamente: “Qué Unamuno estoy”, y en nota explica: “¿Por qué retornó Unamuno de Mallorca a Salamanca sino porque es un intelectual, no un inteligente? ¡Suicidarse en una Biblioteca en lugar de renacer en las selvas y sol de Mallorca! Lo compadezco como él a sí mismo”. La cautela frente a las redes de la biblioteca se nota también en la dedicatoria de No toda es vigilia... a los jóvenes lectores. Al encumbrar ahí su concepto de “Pasión”, Macedonio lanza un exhorto: “De ella tomo mis dogmas, amigo joven: busca la soledad de dos, la Altruística, y no te extravíen de tu fe en la Pasión las solemnidades de la ciencia, el arte, la moral, la política, los negocios, el progreso, la especie [...]”. Y es precisamente la Pasión lo que puede hacer que la biblioteca y el jardín se fundan en un mismo espacio armónico.

Es cierto que “a Macedonio el amor le parecía aún más prodigioso que el arte”, como sospechó Borges. Pero su opción por la experiencia tiene que ver sobre todo con su rechazo de la erudición (ese "modo aparatoso de no pensar") y de las instituciones asociadas a ella –la biblioteca inclusive; las escenas más memorables de lectura en su ficción ocurren siempre en otros sitios: la finca, el campo, el café, el tranvía, la pensión o la habitación propia.

“He intentado varias veces emprender el estudio de la filosofía, pero siempre me ha distraído la felicidad”. Esta frase, que tiene una larga historia de usos en la que figuran Boswell, Hudson y Borges, se atribuye con frecuencia a Macedonio. Hace eco en esta otra: “Like all young men I set out to be a genius, but mercifully laughter intervened”, que sin embargo no pudo conocer pues fue escrita por Durrell en 1960 (Clea). Al margen de las autorías, lo cierto es que ambas resumen muy bien su elección, siempre en favor de esa búsqueda hedónica que concibió como experiencia.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Del testamento al autosabotaje


¿Quién les cree un berrinche de anonimato ingenuo, preventivo, del tipo melodramático destrúyanla si muero antes, o en el acto, destrúyanla porque aún no es la definitiva? La viuda no lo hará: Véra Nabokov, ¿por qué no secundar las voluntades desfallecientes de tu esposo, prometer en falso y por qué dejar no en la caja fuerte de fuego de los tiempos, y sí en las manos del hijo –apoteosis de la travesura– aquel manuscrito infame, marcado con inconfundibles garabatos, que por suponerlo destruido el desahuciado exhaló, q.d.e.p, el último aliento?

¿Quién le cree a cualquier novelista en su inepcia para inmolarse si también habría melodrama (y tragedia) en tanto, insatisfecho, diera él sin cobardía a la imprenta de los desperdicios, por ejemplo (las llamas no son obligatorias) su mamotreto irregular, defectuoso en verosimilitud u ortografía?

(¿“De la noble esterilidad de los ingenios”, del estreñido y célebre Julio Torri, habría de ser una lectura imprescindible para mujeres sensitivas en circunstancia embarazosa de viudez?)

¿Quién los toma en serio cuando creen en la obediencia de allegados, de consanguíneos, de futuros cobradores de derechos, de insospechados mercachifles? ¡Eh, Max Brod!, ¿la voz quebradiza de tu entrañable Kafka no te sonó muy, que digamos, convincente?

El amigo no, tampoco lo hará.

O Carver, ah, Carver, ¿a qué medirte con Gordon Lish, el mejor de los autores de tu prosa, tu Menard, permitiendo que circularan o no desparecieran del todo los borradores con tacha indeleble que luego fueron materia entomológica para corredores de bolsa editorial?

De facto, la tendencia es al fariseísmo de la misoginia: culpar a la incondicional, a la compañera visionaria (porque ahí figura, en las vitrinas –¿gracias, Tess Gallagher?–, Principiantes, mejor conocido como De que hablamos cuando hablamos de amor, así como casi simultáneamente figuró, del autor de Lolita –y para no desentonar– El original de Laura, “novela” mejor conocida como… Nada, o Basura, o Ceniza, o ¡Sé obediente y tírala, cariño, apesta!)

Y sin embargo, no hay Helena que merezca satanizarse, ni compinche bueno que, por sus despropósitos en defensa propia, haya metido por ventura la pata en contra de los ataques de la posteridad. Ellos, ¡mierda, quiénes más!, y sólo ellos merecen la condena del autosabotaje, nuevo subgénero de la literatura on line

¿Quién chingados les cree?

¿A ti, Cortázar, te parecería inusitado que tu correspondencia sirva el plato en sobremesas de ocio intelectual a otros que con lo peor de ti, o con lo menos trabajado, mercaron?

Quién les cree si, llegado el momento, posarían mostrando el ejemplar a todo lujo, aduciendo, con jactancia, ¿sabes?, me tomó absolutamente por sorpresa y… bueno… qué va, uno no se da cuenta de hasta dónde puede trascender la franqueza de su oficio.

viernes, 13 de agosto de 2010

La biblioteca o el jardín 1











En noviembre de 2009 viajé a Buenos Aires rastreando las lecturas de Macedonio Fernández. Me sumergí en su archivo de manuscritos infinitos y en los restos de su biblioteca personal, y exploré también las estanterías de la biblioteca borgeana. Entre otras cosas, estos sitios me sugirieron lo siguiente:

En la historia del archivo de Macedonio hay una relación inversamente proporcional entre sus dos componentes: manuscritos propios y libros ajenos; mientras los primeros crecían en número, los segundos iban disminuyendo o dispersándose. Dejo el relato de esa dispersión para otro momento. Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que Macedonio dejara de leer sino que el atesoramiento de libros no le interesó. A diferencia de Borges, no manifestó pasión de coleccionista. La desproporción entre las bibliotecas que Macedonio y Borges dejaron tras su muerte –la pequeñez de la del maestro, escuálida frente al portento de la del discípulo– tiene que ver, entre otras cosas, con el modo en que resolvieron (tanto en sus vidas como en sus textos y en la imagen de sí mismos que proyectaron) lo que podríamos llamar el conflicto entre la biblioteca y el jardín; la pugna entre los libros y la vida, entre lectura y experiencia.

“Todo esto forma parte de una tradición literaria: cómo salir de la biblioteca, cómo pasar a la vida, cómo entrar en acción, cómo ir a la experiencia, cómo salir del mundo libresco...” –dice Piglia en El último lector. Otras veces, el problema es entrar o permanecer en la biblioteca. Macedonio y Borges fundieron en su obra esta encrucijada personal con otros tópicos (las armas y las letras, civilización y barbarie) y la moldearon con visiones ya clasicistas, ya románticas, de sus figuras de autor. Poco a poco, recorreré algunas huellas de este dilema en su escritura.

“Quiero escribir, pero todo me rebasa. No soy escritor pero debo ser algo. Le dije a un amigo: ‘quiero ser lector’” –me dijo un extemporáneo. “¿Para qué leemos?” –pregunta otro extemporáneo, en un post anterior. No lo sé, pero quizá la experiencia de la batalla silenciosa, a veces desgarrante, entre la biblioteca y el jardín sea uno de los síntomas que hermanan a los lectores.

lunes, 28 de junio de 2010

Leonid Tsypkin


¿Por qué me sentía tan extrañamente atraído por la vida de este hombre que me despreciaba y a mi clase—aun deliberadamente o con los ojos abiertos, como a él le gustaba decir? ¿Por qué he venido hasta aquí, amparado por la noche, a caminar sobre estas benditas calles vacías como un ladrón?

lunes, 1 de marzo de 2010

Bicentenario—del matrimonio entre Napoleón y María Luisa

Hannah Arendt, ya peda

Reclaman los lectores dispersión, inconsistencia y parcialidad en este blog del que a veces, felices tiempos, me olvido. Por eso digo, por eso. Que el blog no va de narrativa ni menos aún de narrativa mexicana, dicen. Me viene a la mente una de las últimas veces que salí, aburrido que estaba y sexualmente azuzado, a una de estas cantinas bohemias, repletas de escritorcitos con lustrosos premios literarios. Las mujeres en esos lugares ligan intelectuales. Pervertidas. Trataba por tanto de hacerme el listo para alcanzar la pierna de mi interlocutora, lo que implica: me hacía el denso, el oscuro, el digresivo, incomprendido en suma, porque se cree que lo incomprensible debe—o al menos debe de—esconder grandes verdades. Tras algunas piruetas habré preguntado qué son las cosas; no sólo lo que son, en verdad y: la grandeza de una cultura—pero no sólo—depende de lo intrincado de sus metáforas. Comparando culturas—pues aquella chica, como cualquiera otra en una de esas cantinas, era extranjera—habremos llegado al tema México, donde la dinámica se me volcó feamente: ¡se me recordaba a Hélé Béji cuando yo sólo quería abrazar el muslo silencioso, el muslo sólo! Se expulsa al invasor dominante, me dice ella, bajo la ebriedad del arraigo; lo que era México entonces, o se suponía, está bien claro. Y yo: otra ronda, simón. Pero ido el invasor, me insistía, sustituido ya por esa entidad antes clara y de nombre México—que por suponerse clara el mexicano no cree tener derecho a refutar—, los bienes de la nación siguen siendo de otro. Aquí yo asiento y, con la palma bien abierta, trazo una media curva bajo la mesa, imaginando. Escucho: el pronombre personal “nosotros”, antes promesa, se ha revelado obligatoria pesadilla. De reojo miro cómo los escritores profesionales ríen con la más guapas y, ay, las más idiotas. Qué es eso tuyo de ser mexicano, a dónde te lleva, qué te da, me pregunta. No sé, no sé: yo quiero vivir en otro país, la neta. Tengo incluso un blog de literatura mexicana que no tolera ni a Rulfo, me defiendo. Ya borracha, mi fallida conquista me recuerda que, chingá, está muy viejita. Quiero decir “no le hace”, pero ella vuelve a que si México y que si la representatividad. Ahora sí ya no mames—desespero. Pago mi cuenta y tomo un taxi hacia el Chin-chin. Mientras me bailan pienso que, si quería ver representatividad del pueblo mexicano, Hannah Arendt tenía que haberme acompañado hasta ese lugar.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Lo bueno y lo malo


"Lo bueno es que escribir no sirve para nada de lo que uno quiere. Escribir es un límite, un dolor, un defecto más. Lo bueno es que después de hacerlo te sientes pésimo. Nada ha cambiado, todo sigue en su sitio. Lo bueno es que escribes y sigues soñando con la mujer del vecino, sueñas que la tienes agarrada por las orejas hundiéndole los pelos. Lo malo es que escribir no cura tus deseos asesinos, que asaltar un supermercado sigue siendo tu objetivo imposible. Lo malo es que aún deseas un amor inolvidable. Lo bueno es que escribir es otra forma de cagar y masturbarte" (Efraim Medina Reyes, Érase una vez el amor pero tuve que matarlo (Música de Sex Pistols y Nirvana, p. 87))

"Se escribe a despecho de la innecesidad de esa misma escritura. Karl Kraus se preguntaba por qué escribe un hombre, encontrando una respuesta ingeniosa, y, desde la perspectiva que deseamos adoptar, absolutamente rigurosa con una realidad sicológica que relaciona la escritura con la tentación de construir existencia (o prolongar karma): el hombre escribe porque no posee carácter suficiente como para no escribir" (Fernando R. de la Flor, Biblioclasmo. Una historia perversa de la literatura, p. 183)


La única manera eficaz de dinamitar la propia lectura es el cotejo a discreción. La puesta en abismo de una poética sucia de la escritura, la novela, con un engranaje crítico cuyo tema es el espacio negativo de la misma, el bilbioclasmo.

Leer se convierte a un tiempo en subversión y en sinsentido. La insensatez del otro mundo que recoge y burlonamente acoge ambas opiniones tópicas según las cuales o lees para reconocerte o lees para evadirte. La recreación, dentro de esta dicotomía, se considera una triviliadad apenas.

No es nada nuevo, pero cada vez más el espacio típico de reflexión literaria aparece en la ficción, a veces maquillado y a veces sin afeite alguno. Los que nos honran con sus letras se preguntan -no más seguido, pero sí más explícitamente- sobre las razones que los llevan a escribir, y entre tópico y lugar común algunas buenas respuestas aparecen. Pero algunos olvidan la más sencilla y menos retórica de todas las réplicas, escriben para que alguien los lea, aunque ese lector insospechado sean ellos mismos antes de cometer la metáfora de romper la página.

Lo otro es más importante -o no- pero menos popular aún, ¿para qué leemos?

sábado, 16 de enero de 2010

Haz y envés de una verdad

Nuevo tattoo de Pedro Juan Gutiérrez, todavía con costrita

En este mundo nadie dice la verdad.
Todo es mentira. ¿Por qué voy yo a decir la verdad?

Pedro Juan

Uno lee Antes que anochezca y queda asqueado. No se me escapa que Reinaldo, malo malo, escribió encabronado, o más bien dictó encabronado ese libro, entre tos y tos, contaminado hasta la punta de los pelos con el VIH -- y con política chafa. Carcomido ya su cerebro por el rencor y por el miedo, nos entregó en sus memorias acusaciones y perogrulladas: que Castro es responsable de la muerte de muchos miles de cubanos, que en Cuba se aprende a ser varoncito metiéndose penes anónimos a oscuras entre la mierda de los baños públicos, que en el ejército de Fidel son todos pájaros et caetera. Aburre, la verdad. O aburriría, perdón, si el libro monotemático -- ego, homosexualidad, Castro o: los odio a todos, pero denme (por) el culo -- no implotara con la imaginación del autor, enfermo, enfermo, ya se dijo. Guácala, pero qué divertido libro; nadie le crea nada. Uno queda asqueado, pues, pero sólo porque así lo quiso el mundo limitadísimo de Reinaldo, reventado por su imaginación hilarante. Pero luego alguien hace de las memorias de Reinaldo una película, en Hollywood, por supuesto -- toma, Castro, toma Castro --, y la gente de bien encuentra interesante, realista, moral, liberal, progresista y todas esas virtudes de occidente explotar la imagen del pobre genio latinoamericano que, cómo no, denuncia las amarguras de su dictador en turno, que todos ellos son uno, que da lo mismo Cuba que Venezuela que Bolivia que Perú, que al cabo ni se sabe ubicar esos pueblos tiranizados en el mapa. Es así que escritores como Pedro Juan Gutiérrez encuentran la savia de su arte. Lo bueno de Pedro Juan es que implica dos verdades. No hay héroe, nos cuenta, pero hay alguien por ahí que tiene hambre y que siente comezón y envidia y orgullo, un derrotado que sufre y sufre y a veces no o no tanto, pero que luego se va, carcomido ya su cerebro por el rencor y por el miedo, sin dejar ni el mínimo rastro; desaparece. Y el mundo ni se entera. La otra verdad que implica Pedro Juan: hay fórmula para el éxito, muchachos, al cabo la literatura es lo de menos. Guácala, pero qué aburridos libros; créanles todo.

viernes, 3 de julio de 2009

Sobre literaturas póstumas



Epitafio primero

"Sólo un escritor generoso como Julio Cortázar puede volver desde una dimensión fantástica a regalar una joya póstuma a sus lectores en todo el mundo" (Susana Reinoso, "Papeles inesperados: el último legado de Julio Cortázar", lanacion.com , Actualidad, 1/07/09).

Digresión primera

No, nadie los esperaba porque nadie los quería, y ya suficiente lleva Cortázar con haber dejado vivos estos papeles como para echarle la culpa de este timo editorial. ¿Para que querría alguien este libro? ¿Para leer las entrevistas que el argentino se hizo a sí mismo? (como si no hubiera you tube); ¿para leer los capítulos que no entraron en el Libro de Manuel (como si alguien lo hubiera leído); ¿para profundizar en su vena poética? (porque, como todos sabemos, no hay mejor Cortázar que Julio Denis).

Digresión segunda

Cortázar no ha regresado y no va a regresar porque sus buenos lectores ya se fueron. Los otros están a la altura del catálogo Alfaguara y ahora mismo estarán saboreando páginas y páginas de regurgitaciones. Da igual, ya todo da igual. El libro no nació viejo, sino muerto, condenado a habitar la estantería de villamelones que, en el mejor de los casos, se aburrirán en la página treinta y tres.

Epitafio segundo




Aquí yace el mejor escritor de la historia.


La viuda.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Noticia: Nuevo Escritor Mexicano (y también Dios)


Es fama que Botitas, ya entonces aceptado Dios Romano, enfrentó el mar a fuerza de espadazos, y que ordenó a su ejército levantar conchas de la playa como prueba irrefutable de victoria. Pero qué era el mar entonces y qué es ahora aquello, tan mentado en este blog, supuestamente oculto bajo el nombre literatura mexicana. Una gran masa que amedrenta a los cobardes e inspira respeto a los idiotas y encono a los locos, una gran masa compuesta de nulidades, un montón de nadas. Poeta es quien, al no saber hacer nada, señala el mar y dice que algo hay ahí misterioso, pues sabe que de misterios estamos hambrientos. Un fraude completo, pero un fraude penoso si él mismo se cree su fantasía, lo que sucede muy a menudo.

¿Conoce alguien expresión más estúpida que
"poeta de profesión"?

En fin. El mar ahora se hincha con el deshielo como la literatura mexicana con los premios y las becas y los homenajes y las grandes ediciones. Pero por más que se hinchen y se hinchen, siguen siendo nada. Muchos más son quienes viven indiferentes ante la idea del mar o que la consideran sólo para ausentarse de lo que es la vida real, de vacaciones. Benditos. Son ellos--no necesariamente cobardes ni idiotas ni locos, aunque pueden también serlo--los felices.
Ignoremos, pues, en la segunda acepción, la literatura mexicana, que no es más que un montón ruidoso de nulidades. Que sea ese desdén nuestra lectura. (Porque es la lectura lo que interesa acá, no la escritura.) Que sea la victoria de Calígula, fábula mejor que cualquiera escrita al a
mparo de un pasaporte mexicano y sus derechos, una advertencia del absurdo que es atender la pobreza literaria en México. Y reconozcamos además que hay peces en el mar con algún valor, no por criterios de calidad, pues la calidad literaria es una trampa para tontos, sino por la misma razón que nos insta a inventar un sentido, a cual más absurdo, para el mar: curiosidad, morbo, miedo. Distracción, pues: de eso se trata todo.

La otra gran lección del Gran Rey Dios Romano Botitas, Escritor Mexicano, es que uno se distrae mejor fornicando a diestra y siniestra, por eso no hay escritoras--las que hay son lesbianas (o sea más bien frígidas) o feas: las mujeres no necesitan parecer inteligentes para conseguir con quién revolcarse.

jueves, 14 de mayo de 2009

Del formidable trago de veneno



Salgamos a la vida, a trabajar y a ganar experiencias y emociones. Quedémonos en casa, a leer, a escribir. Seamos prácticos, útiles para el mundo; seamos orgullosos críticos desde nuestros pedestales de papel y tinta. Seamos los héroes de carne que se amarran piedras a la espalda para abrir puertas. Castiguemos al mundo con el abandono de nuestra altura moral e intelectual. Llamemos mezquino al viejo usurero Arthur Rimbaud; genio al niño poeta--o al revés. O interesémonos más bien por el goleador del momento y por sus costosos adornos femeninos; recriminémosle su hospitalización postrera, hinchado de alcohol y de heroína y de cierta tristeza. Hagamos héroes y luego otros más. Distingámonos del vulgo, procuremos ser originales--la más vulgar entre las ambiciones. Escribamos versos incomprensibles para nuestra vanidad y para provocar el halago temeroso de los intelectuales, o escribamos recibos y pagarés. Fumemos, bebamos licores fuertes como metal fundido, o bebamos sólo agua y café descafeinado, quince francos al mes, todo está muy caro. Tomemos partido frente a esta división del mundo que, de cualquier forma, también está errada, y es falaz y es perezosa. Luego escondámonos, cada quien en su refugio, a practicar la única actividad sincera que hasta ahora habremos concebido: nuestro modo personal de onanismo acobardado. Miremos la flor nueva, la sonrisa del niño, la figura de dragón que el azar ha dictado a cierta nube, y aceptemos la alegría; luego mirémonos por detrás, como el que se miró escribiendo, y abandonémonos ante la tristeza de tal, nuestra alegría. Todo es lo mismo. Ni el error es tan terrible, ni el acierto satisface.


Ya se ha dicho que hablar es tener demasiadas consideraciones con los demás.

miércoles, 15 de abril de 2009

Homenajes


En México basta leer el suplemento cultural de cualquier periódico para ser culto. Esa pretensión, de acuerdo con las estadísticas, aquí no es descabellada, y basta con tales ímpetus para considerarse un lector y despachar de botepronto a Thomas Mann, por ejemplo. (Me sé de memoria La Montaña Mágica sin haberla leído, le escuché a un intelectual mexicano un día, de verdad sin querer; un tipo premiado y multicitado, no dudo reencontrar luego la frase, proferida ahora por un listillo admirador de nuestros jóvenes ensayistas.) Si en lugar de refinarse cualquiera de aquellas golosinas semanales en los periódicos uno llega a leer incluso un libro, algún juarista le cuelga a uno el título de licenciado en letras, lo que sea que eso signifique. Y entonces empieza la carrera: tiene uno permiso—una licencia—para exhibir públicamente el complejo de inferioridad con la más vulgar de las respuestas: la exacerbación del ego. Mastica uno el idioma, lee y relee los manifiestos de moda y los adopta al pie de la letra. Y escribe. Escribir es lo más fácil del mundo, todo mundo lo hace, es incluso más fácil que leer, y más prestigioso. Es por eso que se publica tanta mierda (empezando por este blog), pero no nos escandalicemos: nadie la lee. Y cuando uno al fin ha escrito un libro, algún ex hacendado cristero le cuelga a uno el título de doctor, doctor en letras—o en lo que sea, hay muchos abogados e historiadores también, hasta creo que se ve mejor—, y quizá le da algo de dinero, algún premio local, alguna beca en el extranjero. Y así estamos todos contentos, porque el sistema funciona y porque el intelectual se conforma con muy poco—sabe en el fondo que ya es bastante sacar algo de comer de su basura. Y así pasa uno los años diciendo idioteces hasta que llega la vejez y uno reclama la gloria. En México se hace carrera literaria en pos de la gloria. Vienen entonces los homenajes, como ahora uno que le hacen a José Emilio. Por qué se homenajea: porque un político se está promoviendo o porque un grupo de jóvenes ambiciosos y espantados esperan que en su vejez los halaguen de igual modo o porque una universidad tiene algo de presupuesto sobrante. O todo eso a una. Pero me inquieta más saber por qué alguien recibe un homenaje; ¿es que realmente lo cree necesario, justo, pertinente? El escritor que recibe homenajes es un hijo de puta o a veces sólo un ignorante. O todo eso a una. Luego de que José Emilio escribió y publicó un cuento y una novela decentes, nos fastidia aquella buena impresión (que el sin fin de pésima ficción y aun peor poesía—o supuesta—no había arruinado del todo) dejándose hacer felaciones públicas. (Y qué hay de mí: ya leí alguito, escribo en este blog, dónde está pues mi título, mi homenaje.) Pero esto quizá no se ve sólo en México, sino en todos lados. Yo prefiero no saber, porque me pondría triste uno o dos minutos.