martes, 31 de marzo de 2009

Del tal Vila-Matas (o Leyendo a Aristóteles entre links)


Alguien me ha recordado que un día como otro entre estos, pero del año dos mil tres, murió Salvador Elizondo. Razón de más para hablar de cualquier otra cosa. Atendiendo razones, pues, he estado notando que hay un problema con los lectores de Enrique Vila-Matas. También hay un problema con los espectadores de películas gringas de tema histórico. No se aprende historia viendo películas de Hollywood al igual que no se conoce a Gombrowicz ni a Sebald ni a Bolaño leyendo a Vila-Matas. Cuando leo al tal Vila-Matas—y me siento un poco idiota diciendo esto—conozco sólo a Vila-Matas, no a otros autores. Pero la gente me ha estado hablando de ciertos aspectos de ciertas obras que comentó el barcelonés en Bartleby y compañía, en El mal de Montano, en Dietario Voluble o en cualquier otro de esos libros sin citar a Enrique, es decir, sacando de contexto una frase, una escena, una idea que Vila-Matas manipuló a su antojo, y presumiendo así lecturas espurias. Sin embargo, la misma gente se molesta si menciono que en tal parte de Doctor Pasavento Enrique se fusila alguna escena de los diarios de Gombrowicz, por ejemplo, o que tal cosa está en El Grafógrafo o aun en Pedro Páramo. Para peor, esa misma gente se encabrona si le digo haber descubierto a Vila-Matas hace apenas un par de años, aunque conozca de frente las referencias del rock star de la actual novela hispánica. Y encima, en el propio Dietario Voluble se lee: “aspiro a que alguien descubra que he perseguido siempre mi originalidad en la asimilación de otras máscaras, de otras voces”. Pero desde cuándo hay que descubrir lo obvio. En fin, ya se puede refutar eso que dijo Piglia y que Vila-Matas nos recuerda: “leemos igual que en tiempos de Aristóteles, seguimos descifrando signo tras signo y eso nos sitúa en una actitud similar a la que se tenía cuando la circulación no era tan rápida”; no es cierto. Por una razón fundamental: hay quien cree haber leído a Piglia en este llamado mío al más reciente libro de Vila-Matas. Leemos rápido y mal, entre ventana y ventana del computador. Y para colmo he encontrado un sinnúmero de blogs, artículos y supuestos ensayos—citarlos sería ocioso e indigno—en donde se afirma que Vila-Matas es un autor mal imitado. Una idiotez, porque el mismo Enrique imita mal—deliberadamente—a todos los escritores que se le cruzan en el camino y le generan al tiempo un interés. En fin, Salvador, así están las cosas hoy día.

jueves, 26 de marzo de 2009

El lado oscuro

La novedad. La siempre novedosa y sobrepujada novedad. La mortal. La pasajera. La moderna y posmoderna. La fragilidad que persigue el azar en busca del knockout. La novedad nos regala, hoy, con un maravilloso artículo cuyo título, en letra grande, grandotota, dice

"Explora Volpi su lado oscuro"
(nota de Érika P. Buzio, Reforma, Cultura, 26 de marzo de 2009)

Tras la noticia de esta nueva novela , ¡Aleluya!, procede el seguimiento periodístico de tal acontecimiento. El artículo inmediatamente anterior (porque la publicidad es una cosa diaria y sincera) comienza así: "Tras la intervención militar de Estados Unidos en Iraq, Laila busca entre los muertos a quienes ama, en medio de una devastación civil que sólo pudo ser provocada por la indiferencia de los ejércitos infieles" y continúa

"De ese paisaje desolador surge El jardín devastado, novela de corto aliento con la cual Jorge Volpi ensaya un estilo radicalmente distinto a su Trilogía del Siglo 20, conformada por En busca de Klingsor (1999), El fin de la locura (2003) y No será la tierra (2006)" ("Narra Volpi desolación iraquí", nota de Óscar Cid de León, Reforma, sección cultural, 6 de noviembre de 2008).

Que el lado oscuro de JV es de corto aliento lo sabemos desde hace diecisiete años cuando dio a las prensas su A pesar del oscuro silencio. A pesar, sí, tituló nuestro Anakin nacional lo que hoy reaparece como motivo estructural de su narrativa. Pero hay más. Dos declaraciones relativamente recientes. La primera, una paráfrasis de su conferencia en la preclara Facultad de Derecho de la UNAM. Dice la nota:

"Fue un acierto estudiar derecho y luego tener cercanía con el poder —por ejemplo como colaborador de procuradores— porque esas experiencias le permitieron tocar directamente la realidad y no quedarse con la perspectiva <libresca o literaria> de la vida." ("Revela Volpi oscuro pasado", nota de Yanireth Israde, Reforma, Cultura, 10 de octubre de 2008).

La segunda, un artículo para El cultural (30/01/2009):

"Era 1990 y, luego de mi primer verano en Europa, regresé a mi torturante experiencia como estudiante de Derecho de la Universidad Nacional de México. Aunque desde los dieciséis años había tomado la insensata decisión de dedicarme a la literatura, había sucumbido a la presión, más de los amigos que de la familia, de dedicarme a una profesión normal que me permitiese financiar mi pasión literaria".

La insensatez, por lo demás, trasciende (o justifica o fundamenta o todas juntamente) cualquier contradicción espuria. Pero, aceptémoslo, aunque aquí nos guste barrer para adentro también otorgamos honor a quien honor merece. Así, para limpiar un poco tanta (auto)difamación, nos sumamos firmemente al comienzo de esta última novela:

"Odio ser humano. Huyo entre las sábanas y, apenas parpadeo —el espejismo de la noche—, reencuentro mi estirpe carroñera. Mi consuelo es no haberme jamás reproducido, o así lo espero."


May the Force be with you.

lunes, 23 de marzo de 2009

Paréntesis Luso



“(Los pájaros cuando mueren—explicó el padre—flotan panza arriba en el viento)”, escribió un buen día de mil novecientos ochenta y uno António Lobo Antunes en su novela A explicação dos pássaros. Un paréntesis que, luego de las últimas declaraciones del viejo, se me ocurre central.

Hay muertes y hay muertes, pero no hay vidas eternas. La muerte física de Lobo Antunes puede ser todavía lejana; la literaria—también inevitable—incluso más, mucho más lejana. Su prosa le ha asegurado un vuelo de cadáver alado que, al sobrepasarnos a todos, se nos antoja eterno. Pero esas muertes, esos vuelos que en paréntesis lusitano explicó el padre, imposibles entre los hombres vivos, no son siempre pulcros. Ahora Lobo Antunes anuncia su silencio con que nos castiga. No sospechaba el mundo editorial, dice, cuando publicó su primer libro, y al decirlo pretende tomar distancia de tal mundo tras habitarlo durante treinta años. Se quiere inocente, y yo me pregunto qué dijo Gombrowicz ya al respecto. Ahora resulta que el viejo está fastidiado del medio, de las publicaciones, de los premios, del—son sus palabras—engranaje editorial y de agentes. Y Enrique Vila-Matas corona la decisión del viejo con un breve homenaje, Una aventura realmente siniestra, donde escribe que “…Lobo Antunes me recordó el día en que Bufalino, tras haber publicado varios libros después de Perorata, decidió regresar al silencio y habló del paisanaje cargante que había visto circular por la pista de su aventura siniestra. "No quiero seguir entre esos miserables, esa gente es terrible", afirmó…” Legítima, la reacción de Bufalino, luego del primer premio. Pero yo he perdido la cuenta de los premios de Lobo Antunes, y me ronda por la cabeza que en la misma tercera novela del prosista lusitano más cabrón desde Pessoa, A explicação dos pássaros, también se lee: “Escribir es una idiotez, ¿entiendes?, cuando no se gana el Nobel: deja la carrera”; versión del influyentísimo en nuestra lengua—lo es por sus traducciones de António—Mario Merlino.

Hay silencios y hay silencios, pero no hay silencios publicitados. Deja la carrera, dice el personaje de António, y António la deja con bombo y platillo, luego de treinta años, sin despejo, ejecutando la parte del ritual que le corresponde en el engranaje editorial. Yo no sabía, nos dice, ay. Y Vila-Matas lo secunda. La dignidad que António quiere para sí con estas declaraciones hubiera sido suya si algún otro buen día, como Rulfo, burlándose de las explicaciones, simplemente hubiera dejado de escribir.

domingo, 22 de marzo de 2009

La envenenada



"En uno de los barrios de los suburbios de una gran ciudad, uno de los literatos no tenía asunto", escribe Felisberto al inicio de "La envenenada". Lo que a partir de allí sigue es una larga pesquisa sobre la invención. La búsqueda estética -cuando la hay- que fundamenta los procesos de producción y reproducción artística (escritor y lector, en este caso) se rige bajo las mismas reglas. Partimos de esta falsa premisa para llegar a una menos apócrifa: aun aunque los criterios de búsqueda sean los mismos, la interpretación que se deriva de la lectura tiende a variar consistentemente de la interpretación o planeación de la escritura. Esta aparente ruptura entre autro y lector es intranscendente en la medida en que ambos deben convertirse en modelos para posibilitar el tránsito entre la creación y la recreación. Lo que importa, en todo caso, son las herramientas que posibilitan la existencia de ambos polos. Palabrerías más, palabrerías menos, se habla aquí de la tradición literaria, ese concepto que posibilita el diálogo entre uno y otro extremos.

Felisberto lo sabía al escribir esta narración cuyo género es el del anticlímax. Tópico primero: el escritor debe observar la realidad que lo circunda para después transformala y representarla. Tópico segundo: debido a esa capacidad, la labor del escritor es fundamentalmente pedagógica puesto que muestra cosas que los simples mortales no son capacer de ver. Tópico tercero y, por fortuna, último: el escritor es un ser especial. Frente a esto, parecería decir el escritor del cuento y su autor, mejor no escribir. Contra estos lugares comunes la propuesta queda clara: la mentira como género literario.

¿Podría acaso suceder a la inversa del cuento de uruguayo? "En uno de los barrios de los suburbios de una gran ciudad, uno de los lectores no tenía asunto". De la misma manera que el escritor, parricida por vocación, asesina a sus padres para hacerce de un oscuro lugar en el ágora, el lector debería reclamar para sí una tradición que lo definiera como reproductor y recreador. Afirmar, por ejemplo, que el único integrante real del boom, su creador y sepulturero, es William Faulkner, o que la paradoja de Zenón (para demostrar que lo hasta aquí dicho ha sido dicho ya) suena a Kafka. Si hay un lector, éste ha de ir en busca de la envenenada, a deslumbrarse frente al macabro acontecimiento de una muerta en el río y a volver luego a casa luego, con ganas de olvidarlo todo.

Además, la esposa de Felisberto era una espía rusa.

domingo, 8 de marzo de 2009

Imagen del mal


La malignidad de los viejos tiene para el resto del mundo cierta comicidad, igual que un lapsus verbal o un anacronismo, piensa el policía Morvan durante La Pesquisa de Juan José Saer. Pero algunos se la toman en serio, la malignidad de los viejos, que es como de cuento fantástico, elemental. Quienes temen a los viejos son los niños, quizá porque les recuerdan esa no existencia pasada, a la que vamos todos, pero que en los viejos está ya próxima. Pero no, creo más bien que los niños temen a los viejos porque en ellos no pueden reconocer ninguno de los atributos de la madre, fuente de todos los bienes. Lo demás es perversión. Perversión la de Lautret, que se tomó en la novela de Saer aquella maldad en serio y se dedicó a descuartizar ancianas, o la de nuestra folclórica luchadora en la realidad de hace unos tres o cuatro años, en México, la mata viejitas. Pero esa perversión, acentuada hasta la caricatura, nos dio mediante Ernesto Sábato el “Informe de Ciegos”, parte medular de Sobre Héroes y Tumbas. Una variación mexicana del tema: El Huésped, de Guadalupe Nettel. El problema con Sábato es que se desborda. En todos sentidos: exagera, patetiza, es como un muchacho espantado que, al no comunicar su horror tremendo, carga el discurso de adjetivaciones y la historia de falsedades. Nettel, por su parte, se queda corta; es como si no hubiera leído a Sábato, y su novela nos abruma más bien con redundancias. El problema con la mata viejitas es que se salió de los libros, de las películas, de los cuadriláteros. De la fantasía, pues. Saer nos colma en cambio del horror fantástico, de la caricatura también, y, sin olvidar las exageraciones, las mantiene en un enésimo plano de realidad, de modo que su libro evita cierto humor involuntario, el mismo que Sábato, muy a nuestro pesar, nos transmitió. Por otro lado, no redunda, al contrario: su forma es en buena medida la del género de la redundancia, la novela policíaca, pero Saer la transforma—discípulo privilegiado de Borges— , incorporando con perfecta coherencia el caso de Morvan al universo del conocido personaje principal de Saer, el argentino con residencia en París Pichón Garay.


Cuando Morvan piensa en el resto del mundo, por lo visto, se permite ser generoso o amable u optimista o acaso sólo ingenuo.


Un ejemplo de lectura caníbal de la tradición, propuesta a lo largo de este blog—con tres contraejemplos de excesos niños.