El amplio espectro de posibilidades que ofrece la relación viaje-escritura forma parte de cualquier catálogo de lugares comunes, tópicos y frases hechas que todo escritor debe consultar de vez en vez para decir cosas inteligentes durante las entrevistas. Célebre es la mención de Piglia sobre que el viaje y el crimen son los dos grandes temas de toda ficción, frase parecida a la de Borges, al respecto de la triada de unidades significativas que englobaban toda la literatura: el viaje, el sacrificio y no recuerdo cuál otra más (si a alguien le interesa está su conferencia “La metáfora”, en Arte poética).
Oficio de lector es el ocio, sable de doble filo. Presa del lado traicionero de tal arma abrí y leí, sorprendido, El naranjo. A lo largo de los cinco textos Fuentes deja en claro varias ideas, a saber: 1) él es mexicano, 2) su mexicanidad (lo que sea que eso signifique) lo obnubila y lo exhorta a escribir sobre ella, 3) la mejor (y más rápida, supongo) manera de hacerlo es echando mano de ese subgénero inexplicable llamado nueva narrativa histórica. Publicado en 1994, el libro se convierte en uno más de los desperdicios que provocó el festejo de los quinientos años del descubrimiento del Nuevo Mundo (no entremos en detalles epistemológicos al respecto).
En mi parcialidad algo digno de reflexión encuentro en las páginas de tal alarde nacionalista-azteca-mexicano: las firmas de cada cuento. Al final de cada uno, Fuentes viajero-escritor se asegura de alertar al lector sobre las fechas y los lugares de composición:
“Los hijos del conquistador”, El Escorial, julio de 1992.
“Las dos Numancias”, Valdemorillo-Formentor, verano de 1992.
“Apolo y las putas”, Acapulco-Londres, mayo 1991-septiembre 1992.
“Las dos Américas”, Londres, 11 de noviembre de 1992.