jueves, 23 de septiembre de 2010

Canto al tercermilenario macehual


No se sabe ya qué reflexión pergeñar ante tal inmensidad, tal estampida furibunda de lectores mexicanos. Miríadas. Hordas de lectores. Lectores insaciables, inclementes, sin escrúpulo lectores: hombres y mujeres de buhardilla que solitarios, al día y a la noche, depredan. Que han preparado con la Literatura su hecatombe, sin temples de dosificación y sin rito, pero tampoco con indiferencia. Críticos. Modelos. Prototipos. Máquinas de la sensibilidad lúcida. Lectores que al conjugar esporádicas muchedumbres vacían, derrumban, cimbran las librerías, pero que tampoco, y por ello impunes, roban. Que se atropellan o braman, acaso hiriendo.

¡Alarma, peligro, alerta y saudade! ¡Lectores… ah-su-pu-ta-ma-dre… lectores mexicanos fértiles y en celo!

Se aglomeran en los encuentros, en los congresos, en los callejones de venta de viejo y en las ferias temporalmente montadas en estadios, en zócalos. Las organizaciones académicas elevan con obscenidad los precios de acceso y las inscripciones. Las constancias. Y ni un sitio libre queda. Ni palco ni gayola ni grada. Se permanece de pie, a cien, doscientos metros de la mesa, como en la Eterna cierto "Prólogo", de puntillas, entre otros prólogos asomaba por captar quizá el principio de su "Capítulo"... Se subastan las novedades y los lectores mexicanos, con holgura y pedantería, disputan todo ejemplar a dentellada y cheque. ¡Lectores, copiosamente lectores, masiva, letal, sobrenaturalmente lectores!

Entecos, jacos: desnutridos como síntoma de plenitud. Lectores posesos, demenciales, sombras de lectores perfectos que son eso y ya, only that and nothing more: cuervos que no se llevan a la boca dátil sino el mendrugo del silencio extásico que puede prolongarse infinitamente mientras apretujan un libro: su criatura más preciada, su mamá y su virgencita.

¡Millones de lectores mexicanos atléticos, esbeltos!

Imposible replegarlos. No hay aula que los contenga ni albergue de posgrado que se les niegue o que al franquear no desborden. Ni catálogo que los colme. Ni autor ínfimo que no linchen. Ni tratado que no traduzcan. No hay escritor con más de un millón vendido al que no dilapiden o quemen, ondeando pancartas con el retrato mineral de Vicens, el pertrechado de Onetti, el apócrifo de Soares. Lectores extremistas que se filman encapotados y exigen sin prórroga la fecha de publicación del volumen del tema y del tono y del número de páginas que les place: el novelista se demora no siempre y han ejercido su derecho de iluminados: cumplimentan la pena capital. Las prensas humean: coladero de los infiernos. Los dictaminadores practican suicidio.

El relato de la Literatura, como el vagabundeo del miserable Dedalus, duró no más que un día cuando cada mexicano, sabio y frugal, tercermilenario y tercermundista, se sublevó leyendo y metamorfoseó así su ciclónica vocación de plaga.