lunes, 26 de noviembre de 2007

Fernández

Corresponde, entonces, una recreación, siempre provisional, del canon. Podría ensayarse una con base en cierta idea de Edmundo O´Gorman: debemos averiguar si el ideal femenino de una época guarda relaciones estrechas, como parece, con el ideal que esa época se forma de la verdad. Eso dice, más o menos. Quien entienda que el “debemos averiguar” de la frase se refiere a los varones y que “lo femenino” significa “las mujeres” ya puede abandonar este blog que pide lectura atenta. Ya se dijo por ahí que Sor Juana, para empezar y debido a su condición de “moderna” (qué abuso de las comillas), podría ayudarnos a esta reconsideración. Aun sin contribuir al modelo de la narrativa, la monja lo hace en favor de una conciencia mexicana y, sobre todo –esto es lo suyo imprescindible–, a una conciencia de la escritura. Ya luego se llegará a esto, pero no por ahora, qué hueva. Algo más a propósito de la monja: las implicaciones de su condición femenina. Sor Juana padeció esta relación, o más bien tensión, entre el modelo de lo femenino y el de la verdad. Podría entonces la monja ser, para nuestra pereza, heroína del feminismo moderno, pero es sin duda héroe de la poesía universal. Mucho tiempo después, ambos cánones (lo femenino, la verdad) sufrieron modificaciones que aún nos definen. Ambos fueron para la primera mitad del siglo veinte bicéfalos, esto es: de una riqueza dual, basada en la oposición franca, simétrica, falsa. Dama de corazones (para atender el comentario de Gonzalo al post anterior) como respuesta del ideal lopezvelardeano (Ramón confiesa su imposibilidad de entender cosa alguna si no es mediante la mujer), es buen ejemplo de esta carencia. Téngase en cuenta que, como respuesta tal, no es la única de los Contemporáneos: podría tomarse cualquiera de las novelas líricas del grupo. Esas mujeres son un calco de la de Ramón, que apuntaba a una multiplicidad, más que dualidad, más rica, más sugerente, más verídica, que el jerezano no podría desarrollar debido a su muerte temprana. Al mismo tiempo, en Argentina, la mujer era una sombra: sostén de la vida (y aun su metáfora cabal) y ausencia fatal: la no-mujer, ida pero omnisciente, Elena Bellamuerte, la mujer de Macedonio Fernández. No creo exagerar cuando afirmo que el rumbo de las multiplicidades femeninas (pero también en negativo: qué complicado es el ideal femenino de Felisberto Hernández) en Las Hortensias se debe, como se me ocurre que intuyó Cortázar, a esa asimilación de la no-mujer macedoniana. Curiosa la relación histórica de los apellidos, que acusa a Felisberto y a Efrén descendientes de Macedonio. Mujer múltiple, mujer multitudinaria, mujer objeto, pero también objeto femenino (de esta inversión el poeta jerezano no se sorprendería), culpa y gozo; ya en la mitad del veinte el ideal femenino parece más equívoco en el cono sur que en México. Y por tanto, la verdad. Entre paréntesis hay que decir que lo femenino, a Borges, le es ajeno. Pero hay una mujer sugerente en México que prefiero destacar, atendiendo ahora el comentario al post previo de nuestro impuesto Departamento Editorial; dice Efrén Hernández: “Tu cuerpo que no añade peso al mundo”, pero este no-cuerpo, que nos recuerda a Elena de Obieta, es ya una figura divina, a diferencia de Elena de Obieta: el poema citado es “Imagen de María”. En una de sus últimas entrevistas, Salvador Elizondo dijo estar descubriendo a Efrén Hernández. El Cristo-hembra de Farabeuf parece enriquecido, sin embargo, por esta fidelísima (pero medio maldita por su acusada falsedad) advocación de María:
Tú, la que eres casi, aunque no eres
otro que una forma
de grito, un hondo grito
de las entrañas huérfanas del hombre;
no pido que me mires
–ya sé que tú no miras–,
no pido que me oigas
–ya sé que tú no oyes–, enloquéceme,
hazme creer el encanto, solamente
hazme creer el encanto de que existes,
ciega mi entendimiento;
la luz, la necesito
más en el corazón.

jueves, 15 de noviembre de 2007

De traición y fidelidad II

Sin duda, a la literatura mexicana le hace falta un asidero, un muelle, un faro, algo, pero le urge. Se trata, entonces, de encontrar la equivalencia a la ecuación Gombrowicz-Sarmiento, con todo y su Piglia en el medio. Por principio y en el más optimista de los tonos pienso que algo así no existe en este país y que la culpa, la última y desdichada culpa la tienen los lectores. No se trata de ponernos el san benito; es algo más simple: ¿existía Arlt antes de Piglia, existía Gombrowicz? A lo que voy: existían, sí, pero no son los mismo luego de que Piglia los inventó, pues esa y no otra es la palabra. La tradición, puede que lo haya dicho Borges, se inventa, se crea; no es algo que esté ahí esperando los monumentos. Si hemos planteado (o propuesto, ya no sé) que la literatura mexicana sufre de hepatitis terminal es porque hemos fracasado como lectores, no como creadores. Basta, de nuevo, la rudimentaria lista de nombres que eché al vuelo en post anterior. ¿Es Rulfo mal escritor, o Pitol, o Revueltas? Pero es justo esa pregunta la que no permite que esto avance. Piglia pudo decir Borges, pero en su lugar nombró al polaco. ¿Irreverencia banal? ¿Iconoclastia fatua? No: lectura, propuesta, tradición. Casi podría decir que siempre lo ha hecho así y que Respiración Artificial es la novela de un gran lector, en primer término, y de un buen escritor, en segundo. Es obvio que Borges es un genio, pero si aparece Arlt o Gombrowicz es porque se busca un camino en lugar de clausurarlo. Criticar está bien, es divertido, uno puede ser irónico y disfrutar de la risa cómplice con los amigos. Cuestionar es mucho más difícil porque implica propuesta. Rulfo es el mejor escritor mexicano: ¿y qué? Ya lo leí, qué bueno que lo leí. La literatura mexicana sufre de monumentitis cuando lo que hace falta es tirar estatuas cuyas piedras apenas sirvan de cimientos. Inventemos nuestra tradición: como lectores es nuestro derecho. ¿Cuándo comienza nuestra literatura? Por supuesto, hablo de literatura moderna. Con todo lo moderna que pueda ser, por ejemplo, sor Juana, no basta leerla para explicarnos qué sucede hoy. Esa es la pregunta que creo debería rondarnos,para replantear nuestro camino como lectores. Vuelvo al principio, Piglia se hizo esa pregunto y respondió que Sarmiento, que Gombrowicz, que Arlt. Soltemos nombres, hablemos de nuestro silgo XIX, de la novela de la revolución, del Ateneo, de los Comtemporáneos, etcétera. Una pregunta tan simple, el comienzo de una literatura, puede fundar bibliotecas, academias, enemistades, traiciones. Si hemos, pues, de traicionar nuestra literatura para poder serle fieles, hay que pensarnos como los peores lectores pues sólo en el anacronismo, en la lectura ventajosa y tal vez frívola encontraremos el camino de la invención. Si escribir mal puede ser (y ha sido) una consigna, una propuesta estética, instituyamos también la de leer mal. Por ahí se abre una ventana: ¿quién, por ejemplo, como Arlt en México? ¿Gozamos de un "mal" escritor aquí al cual podamos encunbrar, como vicio o deporte?

domingo, 4 de noviembre de 2007

De traición y fidelidad

Vamos a estar de acuerdo, por lo pronto, con que hay un problema de actitud y con que es lo primero que deberíamos señalar. Porque, claro, los nombres barajados tienen, luego vemos por qué, poco a poco, caso por caso, autoridad. Tienen peso, digamos ahora, los mexicanos mencionados, los argentinos. Con una lista así da la impresión de que no hay caída, de que el tremendismo de quien suscribe no tiene fundamento, o lo tiene endeble. Calidad y cantidad aparte: nadie va a contar aquí páginas. Pero qué, ¿la actitud extra literaria no es el fundamento principal de escrituras más bien mediocres, fechadas, pasajeras? ¿Cuál es el sustento principal de las vanguardias, que menospreciaban la obra y la relación con el lector, la comunicación en última instancia, si no la actitud? Entonces sí, mientras la escritura mexicana mantenga su pátina idiota, reverencial, no tendremos acceso a ella, los lectores, acceso directo, quiero decir, profundo, íntimo. Pero no es en este tipo de actitud donde hallaremos razones para un diagnóstico, ni, en caso de requerirse, fundamentos para una cura. Quizá convenga desviar un poco la mirada: no interesa la actitud crítica que pueda haber fuera de la literatura, sino la que se encuentra dentro. ¿César Aira hablando de Cortázar?: bien, pero por qué no la narrativa de César Aira frente a la de Cortázar. Por qué no un caso análogo en México (ni hablar de las relaciones entre políticos mediocres y escritores mediocres, que nada tienen que ver con la literatura), para comentar. Por qué no vislumbrar el orden que se ha querido para la narrativa del país, al cabo centro de esta conversación en línea, y el que se querría. “Traicionar lo que se lee”, dice Ricardo Piglia: la consigna parece de actitud, pero Piglia tiene presente que la traición se hace dentro de otro texto. Cada texto literario es espejo de otro, espejo, aunque cóncavo, fiel. Dos palabras clave ya: traición, fidelidad. Y esta propuesta para el comportamiento del escritor, para su comportamiento como escritor, el único que interesa, obliga a plantear otra cuestión: a la manera de la auto-referencia, tema y recurso protagonista de la más reciente literatura hispanoamericana (pero no sólo), que erige la tautología como una de las bellas artes y que cuando quiere algo lo nombra (esto es: lo crea), el escritor está obligado a ensayar su genealogía. Contrastar el orden que se ha querido para la narrativa con el que se querría. Recrear, con violencia, con anacronismos conscientes, con mutilaciones, inserciones (Incisiones sobre escisiones), la historia de la literatura. Y el que recrea esta historia quiere, porque sí, una caída. O porque la narrativa mexicana contemporánea no le basta. Entonces, de dónde partir. Y aun, insistiendo en la comparación con Argentina: de dónde parte la narrativa del cono sur. Si Witold Gombrowicz, el gran novelista argentino según Piglia, se debe a la tradición iniciada por Sarmiento, qué ecuación análoga conviene a la narrativa mexicana.