domingo, 26 de octubre de 2008
Examen de conciencia
Famoso, el encuentro de Borges viejo con el otro Borges, el joven. Muy comentado. Qué tal el de Witold Gombrowicz viejo con el otro, joven. Bastante menos, menos comentado y por lo tanto menos famoso. Por qué; porque es menos literario acaso; quiero decir, menos grave, menos reflexivo, parece más bien desparpajo a vuelapluma. Pero todavía no miremos—ya sé que casi nadie lo ha mirado, por lo demás—mejor atendamos una angustia que se encuentra al inicio del Diario Argentino: “incluso el espacio se me ha vuelto prisión y camino por la playa como alguien que se encuentra entre la espada y la pared. Con la conciencia de que ya devine. Ya soy. Witold Gombrowicz, estas dos palabras que llevaba sobre mí, ya realizadas. Soy. Soy en exceso. Y aunque podría acometer todavía algo que me resultara imprevisible a mí mismo, ya no tengo deseos. Nada puedo querer por el hecho de ser en exceso. En medio de esta indefinición, versatilidad, fluidez, bajo un cielo inasible soy, ya hecho terminado, definido. Soy y soy tanto que ese ser me expulsa del marco de la naturaleza”. El patetismo con que Gombrowicz se lamenta de su definición contrasta con la violencia con que él se sorprendía por los eventos más nimios, según consta en su diario, y con la facilidad suya tanto para la duda como para el desdén ante una posible verdad. Si ésta existe, al polaco no importa, y cuando su ánimo flaquea y la verdad llega a importarle, lo hace como si mirara un arma cargada y metida en su boca. La verdad, que algunos quieren con mayúscula, es lo que habría que temer, dice Gombrowicz. Semilla de la angustia: la verdad, cuando se ve cerca; cuando no, asunto ajeno, merecedor de ningún interés. Si esto aplica (todo siguiendo a Gombrowicz) para la individualidad, qué decir de la verdad, la definición de un espíritu colectivo, de una nación, de una literatura. Cuando Piglia señaló a Gombrowicz como el mejor novelista argentino, seguía al polaco en este punto: “el argentino auténtico nacerá cuando se olvide de que es argentino y sobre todo de que quiere ser argentino; la literatura argentina nacerá cuando los escritores se olviden de Argentina, de América; se van a separar de Europa cuando Europa deje de serles problema, cuando la pierdan de vista. La fabricación de la historia es en toda América del Sur una empresa que consume cantidades colosales de tiempo y de esfuerzo. Si el individuo está por decir Yo, entonces ese Nosotros turbio, abstracto y arbitrario, le quita lo concreto, o sea la sangre, destruye lo directo.” Por supuesto, Rulfo no parece haberse planteado escribir literatura mexicana, ni Gombrowicz polaca, ni Bolaño chilena; en esto los escritores que muestran sus manos sucias, plenas de vísceras, demuestran mayor autenticidad que muchos de los más grandes—o a veces sólo más célebres—hispanoamericanos, que también son en exceso, como Reyes, Asturias, Carpentier. A veces incluso Borges. Quizá también por esto el encuentro de Gombrowicz en altamar con su otro yo, casi treinta años más joven, es elocuente de un modo tan distinto al encuentro de Borges consigo mismo: “sí, sabía que tenía que encontrarme con aquel Gombrowicz rumbo a América, yo, Gombrowicz, el que partía ahora de América. Cuánta curiosidad me consumía en aquel entonces, ¡monstruosa!, respecto a mi destino; sentía entonces mi destino como si estuviera en un cuarto oscuro, donde no se tiene idea de con que va uno a romperse la nariz. ¡Qué hubiera dado por un mínimo rayito de luz que iluminara los contornos del futuro! Y heme aquí acercándome a aquel Gombrowicz, como solución y explicación, yo soy la respuesta.
“¿Pero seré una respuesta a la altura de la tarea? ¿Seré capaz de decirle algo al otro cuando el barco emerja de la brumosa extensión de las aguas con su chimenea amarilla y potente, o tendré que permanecer callado? Sería lastimoso. Y si aquel me pregunta con curiosidad:
“—¿Con qué regresas? ¿Quién eres ahora?—yo le responderé con un gesto de perplejidad y las manos vacías, con un encogimiento de hombros, quizás con algo parecido a un bostezo:
“—¡Aaay, no lo sé, déjame en paz!”.
lunes, 9 de junio de 2008
Viaje a las estrellas
El amplio espectro de posibilidades que ofrece la relación viaje-escritura forma parte de cualquier catálogo de lugares comunes, tópicos y frases hechas que todo escritor debe consultar de vez en vez para decir cosas inteligentes durante las entrevistas. Célebre es la mención de Piglia sobre que el viaje y el crimen son los dos grandes temas de toda ficción, frase parecida a la de Borges, al respecto de la triada de unidades significativas que englobaban toda la literatura: el viaje, el sacrificio y no recuerdo cuál otra más (si a alguien le interesa está su conferencia “La metáfora”, en Arte poética).
Oficio de lector es el ocio, sable de doble filo. Presa del lado traicionero de tal arma abrí y leí, sorprendido, El naranjo. A lo largo de los cinco textos Fuentes deja en claro varias ideas, a saber: 1) él es mexicano, 2) su mexicanidad (lo que sea que eso signifique) lo obnubila y lo exhorta a escribir sobre ella, 3) la mejor (y más rápida, supongo) manera de hacerlo es echando mano de ese subgénero inexplicable llamado nueva narrativa histórica. Publicado en 1994, el libro se convierte en uno más de los desperdicios que provocó el festejo de los quinientos años del descubrimiento del Nuevo Mundo (no entremos en detalles epistemológicos al respecto).
En mi parcialidad algo digno de reflexión encuentro en las páginas de tal alarde nacionalista-azteca-mexicano: las firmas de cada cuento. Al final de cada uno, Fuentes viajero-escritor se asegura de alertar al lector sobre las fechas y los lugares de composición:
“Los hijos del conquistador”, El Escorial, julio de 1992.
“Las dos Numancias”, Valdemorillo-Formentor, verano de 1992.
“Apolo y las putas”, Acapulco-Londres, mayo 1991-septiembre 1992.
“Las dos Américas”, Londres, 11 de noviembre de 1992.
miércoles, 21 de mayo de 2008
S.Nob
sábado, 26 de abril de 2008
Cielo de Egipto con brumas de Londres
José Martí, en “El carácter de la Revista Venezolana”: “ni debe poner mano en una época quien no la conozca como a cosa propia, ni conociéndola de esta manera es dable esquivar el encanto y unidad artística que lleva a decir las cosas en el que fue su natural lenguaje. Éste es el color, y el ambiente, y la gracia, y la riqueza de estilo. No se ha de pintar cielo de Egipto con brumas de Londres; ni el verdor juvenil de nuestros valles con aquel verde pálido de arcadia, o verde lúgubre de Erin” (el subrayado es extemporáneo).
Martí no explicó por qué. ¿No sería, eso que él niega, lo más interesante?
Incluso, ¿lo apenas posible?