lunes, 1 de marzo de 2010

Bicentenario—del matrimonio entre Napoleón y María Luisa

Hannah Arendt, ya peda

Reclaman los lectores dispersión, inconsistencia y parcialidad en este blog del que a veces, felices tiempos, me olvido. Por eso digo, por eso. Que el blog no va de narrativa ni menos aún de narrativa mexicana, dicen. Me viene a la mente una de las últimas veces que salí, aburrido que estaba y sexualmente azuzado, a una de estas cantinas bohemias, repletas de escritorcitos con lustrosos premios literarios. Las mujeres en esos lugares ligan intelectuales. Pervertidas. Trataba por tanto de hacerme el listo para alcanzar la pierna de mi interlocutora, lo que implica: me hacía el denso, el oscuro, el digresivo, incomprendido en suma, porque se cree que lo incomprensible debe—o al menos debe de—esconder grandes verdades. Tras algunas piruetas habré preguntado qué son las cosas; no sólo lo que son, en verdad y: la grandeza de una cultura—pero no sólo—depende de lo intrincado de sus metáforas. Comparando culturas—pues aquella chica, como cualquiera otra en una de esas cantinas, era extranjera—habremos llegado al tema México, donde la dinámica se me volcó feamente: ¡se me recordaba a Hélé Béji cuando yo sólo quería abrazar el muslo silencioso, el muslo sólo! Se expulsa al invasor dominante, me dice ella, bajo la ebriedad del arraigo; lo que era México entonces, o se suponía, está bien claro. Y yo: otra ronda, simón. Pero ido el invasor, me insistía, sustituido ya por esa entidad antes clara y de nombre México—que por suponerse clara el mexicano no cree tener derecho a refutar—, los bienes de la nación siguen siendo de otro. Aquí yo asiento y, con la palma bien abierta, trazo una media curva bajo la mesa, imaginando. Escucho: el pronombre personal “nosotros”, antes promesa, se ha revelado obligatoria pesadilla. De reojo miro cómo los escritores profesionales ríen con la más guapas y, ay, las más idiotas. Qué es eso tuyo de ser mexicano, a dónde te lleva, qué te da, me pregunta. No sé, no sé: yo quiero vivir en otro país, la neta. Tengo incluso un blog de literatura mexicana que no tolera ni a Rulfo, me defiendo. Ya borracha, mi fallida conquista me recuerda que, chingá, está muy viejita. Quiero decir “no le hace”, pero ella vuelve a que si México y que si la representatividad. Ahora sí ya no mames—desespero. Pago mi cuenta y tomo un taxi hacia el Chin-chin. Mientras me bailan pienso que, si quería ver representatividad del pueblo mexicano, Hannah Arendt tenía que haberme acompañado hasta ese lugar.

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