sábado, 2 de abril de 2011
El problema del tema
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Luego de que cierta confusión derrumbara la lógica de una escena cotidiana, revelándoseme sueño, y me despertara con violencia, busqué a tientas el reloj despertador, sin hallarlo tras el manotazo tantas veces calculado desde mi cama. Noté que vestía aún camisa, corbata, saco y calcetines, pero nada más. Hallarme vestido dentro de la cama era ya anómalo; hallarme vestido a medias dentro de la cama era desesperante y entonces me pareció además un poco triste. Sacudí un poco la cabeza y tomé el teléfono celular de mi saco. No registraba señal alguna; sólo el reloj funcionaba corrientemente. Acusaba las dieciséis horas, pero afuera había noche cerrada. Arrojé las sábanas, ajenas definitivamente, y con la tenue lucecilla del celular exploré alrededor, con la mirada. El cuarto me era ajeno; la mujer, mal desnuda y de la cual sólo pude retener las estrías en los muslos, rodeando el pubis, se me ocurrió repulsiva. Me levanté, con pocas y adormiladas protestas de ella. No supe en ese instante si la pesadez de su sueño le impedía articular palabras o si, pero esto me parecía improbable, aquello por ella emitido era un lenguaje también para mí extraño. Caminé directo hacia la ventana, por la que entraban bastante luz y ruido: autos, lámparas urbanas, habitaciones vecinas, pero no la luna, oculta, ni el viento, suspendido. Trastabillé más de una vez, no sé qué tan espontánea o fingidamente. Durante el camino tuve que sostenerme más de una vez de la pared y otros objetos; uno de ellos, una mesita sobre la que descansaba una cajetilla de cigarros, que tomé. Me senté en el borde de la ventana abierta de par en par. Casi insoportable, el frío golpeó aún más mi desconcierto. Aún así, no me vestí, sino que me limité a encender un cigarrillo. Tosí mucho al inhalar, porque, entonces creí darme cuenta, nunca había fumado en la vida. Pero tras dos o tres fumadas el acto me pareció natural. Mis pies colgaban algunos pisos por encima de la actividad citadina. Puse atención, pero no entendía lo que la gente, al andar, dejaba dicho en las calles. Quizá la distancia, pensé, aunque algunos paseantes eufóricos gritaban casi. Entonces la mujer me habló desde el interior de la habitación, pero no entendí palabra alguna. Mastico al menos tres o cuatro idiomas; cómo era posible que no supiera incluso si eso era uno o de qué región. Le ordené que se callara y durmiera, en inglés, seguro de que entendería, a lo que respondió con una risita que entonces me pareció hermosa y que me corrigió su apariencia en la imaginación. Nada parecía tener sentido; no sabía dónde estaba ni por qué, no sabía ya hablar ni recordaba mi pasado ni, puestos a ver, quién era. Al mismo tiempo sospechaba que tales privaciones de mi memoria, de mi territorio y de mi tiempo eran poco más o menos voluntarias. Arrojé la colilla del cigarro contra los extranjeros, decidido a ser yo quien estuviera en casa. Lo hice con una sonrisa, mientras imaginaba que ese mismo día, luego de vestirme, habría de preguntar por cualquier libro de Felisberto Hernández en una librería local. De no hallar el libro, insultaría a todos los presentes, lo mismo que de hallarlo. Tal sería el primer gesto, en pos de la recuperación, o invención, de mi memoria.
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