miércoles, 31 de octubre de 2012
La
literatura impone su magia por artificios;
el
lector acaba por reconocerlos y desdeñarlos
Jorge Luis Borges
A M. M. (“la culpa es de
los potosinos”)
La
privilegiada categoría de investigador académico que desde hace un par de meses
ostento, con decoro y humildad, bastó, según las apreciaciones de algún
cenáculo irredento de provincias, para que me fueran confiados los prototipos del
número inaugural, monográfico, de la promisoria revista electrónica de
literatura Rocamadour (accesible,
próximamente, aquí: www.rocamadour.com.mx).
Los editores, en el correo electrónico que me han remitido sin afectaciones ni
fatuidad, aunque sí con severas faltas ortográficas, ruegan mis conducentes
filtros de censura o mi visto bueno. Por las obvias medidas restrictivas que toda
conferencia seria debe acatar, no aburriré al selecto público con la
descripción de las insolentes colaboraciones que abultan –si tal verbo es
apropiado para lo que producen las rotativas
digitales– la bellamente bautizada Rocamadour.
Me ocuparé sólo del texto que firma un Ardello Hamilton y que se titula, rancio
de vanguardias, o pretendidamente innovador: “Prología”.
Este individuo, Hamilton, relata en el
párrafo introductorio la leyenda seudoliteraria que le fue referida, en el
único de los viajes que malogró a Buenos Aires, entre la consumición animalesca
de choripanes, el sudor y la fiebre de dos gamberros hambrientos, adoradores
del Boca, tras un encuentro amistoso, es decir a muerte, con el River. Ardello
escuchó a los dos presuntuosos hinchas decir, o eructar jurando, que Witold
Gombrowicz, aquel soberbio pajarraco, inmigrante de Polonia, no habría leído nunca
los cuentos de Borges nada más que por la pura y capital envidia, pues los intuyó
insuperables, o supremos, como se lo comunicaron con reservas los reseñistas y
los críticos en la tertulia, y que cuando al proclamar su máxima ya tan citada
de asesinato metafórico: “¡Maten a Borges!”, al partir de Argentina en 1963, Witoldo,
con un pie y media maleta en el vagón, se refería únicamente al homicidio alevoso
del Borges poeta, al cual sí leyó con fruición y aun placer, sabiéndolo no
menor sino minúsculo, risible.
Ardello Hamilton, exaltado por el episodio,
inquirió los pormenores y los orígenes de la anécdota; pero uno de los
hooligans, relamiéndose, lo vino a desarmar liberando un aliento pantagruélico a
Quilmes y asador, a carne frita y a otros diabólicos perfumes, y le hizo
patente su indiferencia en lo que concierne a filologías, acervos y otros
limbos donde corroborar el supuesto y la veracidad histórica del acontecimiento:
“Y a mí qué me importan, ché, semejantes macanas. El chiste me lo cuenta un
pibito que lee, un linyera re copado. Lo supe de memoria no más para
impresionar a las mujeres, como ésa de ahí, que se recarga en el árbol, ¡movete
que me la tapás, boludo!”
Insignificancias folclóricas como la que
me permití transcribir no merecen la distracción del auditorio, por vulgares, y
por su banalidad cotidiana. El punto nodal es que Ardello Hamilton, incardinado
en la circunstancia fortuita que acabo de abreviar, experimentó una suerte de
escarceo epifánico con el aura de Borges en los arrabales, y se aproximó, desde
entonces, y con vivísimo interés de exégeta, a la poesía del transeúnte que
desandaba con bastón la populosa calle México.
Del candor en su nota liminar, prosaica o
cómica, al tono implacable que rezuma la participación de Hamilton en Rocamadour, como se leerá, median
abismos.
Con encono, y a renglón seguido, Ardello dispara:
“Jorge Luis Borges es el hashtag con
el que se atragantan los palurdos cuando el postre de una beca, preferentemente
académica, medio les sabe, o medio les suena, a poesía, porque así es como debe
sonarles o porque así es a lo que debe saberles”. Ardello externa, luego, su
repudio al dogma incoercible de que todo lo escrito, en cualquier género, por
una vaca sagrada latinoamericana, occisa o viva, deba ser considerado magistral;
y se extiende con amplitud, sin escrúpulo, sobre cuánta razón, cuánta pesimista
y melancólica razón le asiste a Ernesto Sabato, el de los noventa y nueve años,
en algunas de las más incendiarias páginas de Sobre héroes y tumbas, específicamente las que refutan la
superchería apologética del célebre invidente.
Hamilton, acaso con sinceridad, comenta que
su primera lectura de la monumental Obra
poética (1923-1985) le deparó la revelación de no haber hallado en los
poemas de Borges, sino en sus varios y uniformes prólogos, mayores cualidades
estéticas: “su poesía no me hiere de un quebranto sensitivo perdurable, ni es relámpago
que me perturbe, lector a carne viva, ni me devasta o encumbra, ni siquiera me
agravia, lo leo tan cómodo, que mi calma y mi bostezo lo derrotan y asilencian”.
Difiere de inmediato Ardello para retractarse puntualizando que, al releer los
prólogos, encuentra en ellos, no sin sorpresa, una segunda y más compleja decepción,
en tanto que “aspiran, sin éxito, a la contundencia satírica, mordaz del
epigrama, y en su mayoría pecan de ser insufribles por autocompasivos”.
Para demostrar esta inconsecuente alharaca
de crítica impresionista, con obstinado apuro Hamilton expone una serie de
subrayados a propósito de una faceta quizá inadvertida de Borges que puede
derivarse, sostiene, de un “análisis metódico” de los prólogos a sus poemarios,
así como de las dedicatorias, los epígrafes y las “inscripciones”.
Copio a continuación algunas
extravagancias, o aciertos, del iracundo Ardello:
”Los encantamientos de la prosa narrativa de
Borges han producido una continuada imantación, un contagio en su poesía infame,
hasta el punto en que sus lectores, transidos, aprecian sin ambages y con la
iluminación lerda del fanático al Borges poeta, que no es sino su manido y
tramposo Hyde, su maltrecha sombra y su mal reproducida refracción de vanidad
literaria.
”He compuesto a lo largo de todo un lustro
mi edición crítica de la poesía de Borges y, si es que la Detractora no
intercede, demostraré cuando mi manuscrito vea la luz, entre otras cosas, que
Borges es el autor de una de las rimas más innobles en castellano, por su
gratuidad, palidez, predecible ritmo y opaca música, por su fealdad inexorable;
no es la única y es la que se lee al final de ‘Fundación mítica de Buenos
Aires’: ‘A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: la juzgo tan eterna
como el agua y el aire’. Borges, en La
rosa profunda, postuló su acuerdo con
Whitman: éste tenía razón, escribió, al negar la rima (414), pero en los versos
que se han copiado discrepa de semejante creencia, y discrepa estrepitosamente.
”La desacralización del Borges en verso no
es lo que compromete a estas líneas; es materia de una empresa más ambiciosa,
en proceso de revisión entre camaradas desconocidos, que beben y muy ocasionalmente
redactan. Por ahora, creo conveniente internarme en los rescoldos de los
prólogos a cada libro incluido en Obra
poética (1923-1985).
”Antecediendo la dedicatoria del corpus
total a su abuela Leonor Acevedo, Jorge Luis Borges traza, o encubre, su
temperamento poético. Emplea en el epígrafe unas palabras de la correspondencia
de Stevenson que le son propicias para anticipar la dubitación capciosa que
permeará el tono de las introducciones en el resto del exhaustivo repertorio
que compila: ‘I do not set up to be a poet’. Ya en el prólogo a los dos apretados
tomos, confiesa: ‘he preferido resignarme a los diversos y monótonos Borges de
1923, 1925, 1929, 1960, 1964, 1969 así como al de 1976 y 1977’ (15), enunciado
en el que sobresalen dos conceptos axiales que se sumarán a otros, posteriores,
y que reforzarán una recurrencia en Borges que alude a la incapacidad
manifiesta en su desempeño al urdir versos: resignación,
monotonía. En cuanto a este anhelo y a sus verdaderos objetivos: ‘querría
sobrevivir en el Poema conjetural, en
el Poema de los dones, en Everness, en El Golem y en Límites’
(16), me detendré más adelante.
”El prólogo a Fervor de Buenos Aires (1923) nos avisa del patetismo en el canto
del autor abatido por los ascensos a la perfección que no materializa: ‘He mitigado
(…) he tachado’, nos informa, pese a lo cual ‘el señor’, el Borges viejo que
modificó e hizo retoques, ‘se resigna’ con los insatisfactorios resultados. El
Borges que ha escrito en 1923 y el que lo enmienda en otra fecha son, como se
sabe, ‘el mismo’, y ‘los dos descreemos del fracaso y del éxito’ (19). No es
notorio el escepticismo hacia estas entelequias puesto que, si Borges no las
creyera importantes, entonces para qué la reescritura, para qué las omisiones y
sustituciones en el mecanismo verbal si da lo mismo un poema execrable tanto
como uno insólito. De haberse resignado como afirma, ‘el señor’ Borges o el
joven Borges hubiera inmolado sus cuartillas en el fuego, si es que las
reconocía inválidas desde la hechura, y aun después de la corrección compulsiva.
Con astuta timidez presume Borges que sus muy mal hechos versos fueron
aprobados ‘generosamente’ por Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
”En la nota que sigue al prólogo de Fervor…, ‘A quien leyere’, el poeta
reincide: ‘Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme
el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente’. De entre los
innumerables desatinos estilísticos de Borges es de insoportable regularidad esta
plañidera invocación al sabio indulto: perdóname,
lector; si escribí un verso feliz fue por descortesía y dicho verso, por lo
demás, no es mío, no lo escribí yo, lo he hurtado. No disimula Borges esta mueca
retórica de suficiencia cuando adjudica, ¿sarcásticamente? “a quienes leyeren”,
el derecho a perdonarlo, deseando a un tiempo que se lo admire y se lo
compadezca: si soy un poeta deficiente,
lo sé sin aspavientos y clamo por tu comprensión; si soy un poeta bueno, no es a
causa de mis destrezas, es por el impersonal azar de haber yo escrito este
poema y tú leerlo, lo que puede prestarse a la suspicacia de un doble filo,
de una encrucijada, a saber, en la que asoma una especie de inculpación
latente: lector, tú escribiste también este poema
y, en caso de que sea malo, sus defectos te conciernen, por lo tanto debes
perdonarme.
”En el prólogo a Luna de enfrente (1969), ¿cómo establecer si Borges es un hábil
ironizador de sí mismo y de su calidad o si lo es de la estulticia que
premeditadamente delega en su lector, incapaz de valorarlo?: ‘Una que otra
composición (…) posee acaso toda la vistosa belleza de una calcomanía; otras
(…) no deshonran, me permito afirmar, a quien las compuso’ (65). ¡Qué curiosa
preceptiva ésta de erogarse el elogio por algunos títulos de poemas, pero velando
otros, avisándonos Borges de un índice, como lectores, al cual debiéramos atener
nuestra perspicacia crítica, nuestra sensibilidad y nuestra indulgencia inútil!
Con mofa o descaro de Pilatos, Borges advierte al presentarnos Luna de enfrente: ‘no me conciernen sus
errores ni sus eventuales virtudes’, pues el libro ‘ya no es mío’ (65). De curiosa
manera, pues, Borges prepara una corroboración de gusto estético en su lector,
previamente adiestrado: quizá te guste o
no este poema tanto como a mí, pero sus errores (que conscientemente premedité y he mitigado) y sus virtudes (ajenas
del todo a mis capacidades, recuerda que
‘I do not set up to be a poet’); sus virtudes, digo, tampoco son de mi
propiedad. ¿Y por qué no prescindir entonces, Borges, de la firma, de los apellidos
al calce, de la trivial correspondencia entre un hombre y sus papeles?
”El epígrafe a Cuaderno San Martín (1929) recurre invariablemente a la
autocompasión y a la lástima de sí, contándose Borges entre aquellos maltrechos
y heroicos lectores que para FitzGerald ‘are not capable of versifyng on some
ten or twelve occasions during their natural lives’. En el prólogo, el poeta gasta
otra vez el peor de los verbos que un escritor debe tener a consideración con
respecto a cómo aprecia, el comentarista o el público, su obra: perdonar, y se dirige con plegarias al
clero dominical de los lectores especializados: ‘Ante la indignación de la
crítica, que no perdona que un autor se arrepienta’ (87). Vuelve a enlistar los
poemas de su autoría que para él merecen el realce de las aprobaciones, no sin
aclarar que los sabe incapaces de ser absueltos: ‘Las dos piezas Muertes de Buenos Aires (…)
imperdonablemente exageran la connotación plebeya de la Chacarita y la connotación
patricia de la Recoleta’ (87). Cierra Borges estos enunciados de confesionario
con esta línea: ‘La noche que en el Sur
lo velaron es acaso el primer poema auténtico que escribí’. Borges no
escatima, como se ve, en prejuiciar sobre lo venidero a quien lee o leyere,
como si el hado de corrector imprudencial que lo estremece no pudiera dejar de
interrumpirlo y manchar con el goteo de su flagelación las páginas de sus
prólogos, que, sin estas intermitencias cansinas, contraproducentes de pecado y
penitencia, se contarían entre las mejores piezas de prosa poética jamás
escritas en la lengua del Manco.
”Tal es el caso del pretendido prólogo a El Hacedor, del cual es inadmisible
declarar nada salvo que se trata de uno de los más espléndidos cuentos fantásticos
desde Las Mil y una Noches. Esta joya
es evidencia, paradójicamente incluida dentro del propio corpus poético, de la
estirpe inevitable y fatal a la que Jorge Luis Borges pertenece: a la de los mortales,
inoportunos e insaciables narradores: a la de los envidados tusitala. Sin embargo, conviene acotar
que aparecen en el ‘Prólogo’, robustecidas, la esquizofrenia y la fobia que
escarnecían a Borges ante la posibilidad de ser leído por un lector
inalcanzable, totalitario y absoluto, es decir, de ser leído, horror in extremis, por él mismo en alguna de
las ramificaciones de su Aleph. En
los párrafos anteriores a El hacedor Borges
disfraza a su Minotauro acechante y lo encarna en la figura, o, más bien, en la
efigie de Leopoldo Lugones y acepta que, como antes Díez-Canedo y Reyes, el
autor de Los caballos de Abdera ‘lee
con aprobación algún verso’ (111). Borges respira, su poesía no está tan mal
como ha creído; aunque respira con desconfianza, con el miedo de quien sortea
el peligro pero sin evadirse a él por completo.
”En el prólogo a El otro, el mismo (1964) Borges solicita la consabida piedad y la
compasión por su obra, lo mismo que su reconocimiento en iguales proporciones:
‘De los muchos libros de versos que mi resignación, mi descuido y a veces mi
pasión fueron borroneando, El otro, el
mismo, es el que prefiero’ (167). Borges descuidado. Arrepentido. Autosatisfecho
en sus resignaciones. ¿Por qué un poeta me dice lo que prefiere, en tendenciosa
primera persona, tratándose de su obra y por qué justo Borges me lo dice antes
de iniciar yo su lectura, como definió el Vizconde de Lazcano Tegui, compatriota
suyo, ‘con el pobrecito prisma de mis ojos’? Celebra Borges en este prólogo que
ciertos poemas, y enumera cuáles, debidamente señalados con el dedo tembloroso del
autor exiguo, ‘no me deshonran’ (167), expresión mujeril ya empleada en Luna de enfrente, y que remite a los
desvelos, al pundonor y al sufrimiento, pero también a los ardores que cimbran la
alcoba, de una damisela en espera de su verde Gawain canalla para que la
desflore. Borges quiere aparentar severidad en la formulación de los juicios
que enlista, referentes a El otro, el
mismo; según él, su poesía contiene ‘las previsibles monotonías, la
repetición de palabras y tal vez de líneas enteras’ (167), lo que no ejerce un poder
suficiente como para omitir los versos en que éstos defectos admitidos pululan.
Vuelve del mismo modo a medirlos, a sustituir con el suyo el alcance perceptivo
del lector, en la tentativa, tal vez, de neutralizarlo, y advierte: ‘mis
segundas versiones (…) suelen ser inferiores a las primeras’ (167). ¿Por qué no
permites, oh venerable Tiresias, que tu lector, el lector al que temes, y el
que conoce los facsímiles, el lector que te comenta en las aulas y en los
congresos, o en la soledad amena de una casa, lo decida? Y cuando Borges
transmite su proverbial impotencia de no haber podido transubstanciar la música
germana y anglosajona en las metafísicas del español moderno, admite: ‘si
hubiera ejecutado esta aventura, acaso imposible, yo sería un gran poeta’
(168). Llora su pluma también porque ‘No pasé de un borrador urdido con
palabras de pocas sílabas’, en aspiración a la ‘modesta y secreta complejidad’.
”Y es en El otro, el mismo, donde Borges levanta de los campos ennegrecidos
del anonimato a su arquetipo. ‘A un poeta menor de la antología’ es el título
del poema que, como casi todos los que intentara, es profuso en ripios
matemáticamente medidos, cacofonías, rimas consonantes obsoletas, uso
indiscriminado y pobre del polisíndeton, despilfarro de un mismo sustantivo en
versos diferentes y tristes lugares comunes para definir, por ejemplo, el
tiempo: ‘río’, ‘red’, y definirlo sólo para desentrañar, y para qué, una metáfora
previamente construida. ‘A un poeta menor de la antología’ es una composición
pletórica de grandilocuencias y ampulosidades, de las que cito, a modo de muestra,
‘la inexorable luz de la gloria’ (185). Hacia la última estrofa se lee un colmo,
otro, de romanticismo tardío y decadente, típico de poeta latinoamericano, fuera
de toda permisibilidad estética, en el verso que inicia: ‘En el éxtasis de un
atardecer’. Borges ha erigido esta composición en honor a sí mismo, se ha
antologado a sí mismo como poeta menor, otorgándose la piedad, el perdón y la
admiración que después de tanto pedirlos siente que nadie le ha dado todavía, o
que a nadie ha interesado darle.
”En Para
las seis cuerdas (1965) Borges no claudica en sus empeños de ningunearse: ‘En
el modesto caso de mis milongas’ (281) y en un palmario recurso de adulto
cursi, escribe: ‘He querido eludir la sensiblería del inconsolable’, lo cual
indica, como en los prólogos que preceden a éste, que ha querido mitigar, ha
querido corregir, viejo y joven: ha querido, sí, pero, ¿le fue posible? ‘Estas
milongas hubieran sido ingenuas y bravas’, remata, e incurre en una suerte de
rendición de cuentas a las que no nos tienen acostumbrados sus razonamientos
sobre la literatura en general y la poesía en particular (Siete noches, ‘La poesía’), pues concluye: ‘ninguna otra aclaración
requieren estos versos’. ¿Pero cuáles así lo requieren? ¡Ninguno debiera
requerir sino su sola consumación en el caos, o en la armonía, que se susciten
a encontronazo limpio en el alma de un lector!
”En Elogio
de sombras (1969), inverosímilmente Borges supone ‘no tener un solo
enemigo, o, si los hubo, nunca me lo hicieron saber’ (309). Borges, el poeta
sin enemigos que pide perdón a los lectores por sus obras, y que practica el
hábito de la modestia: ‘Carlos Frías me ha sugerido que aproveche su prólogo
para una declaración de mi estética. Mi pobreza, mi voluntad, se oponen a este
consejo’ (309). Pobre y voluntarioso, Borges, y obsesivo en su manía de hacerse
perdonar, se refiere a Elogio de sombras:
‘Es razonable presumir que no será mejor o peor que los otros’ (310),
concluyendo en sus repetitivas oraciones, en sus ensalmos por mor de allegarse a
la orden mendicante de la poesía: ‘sólo los errores son nuestros. Espero que el
lector descubra en mis páginas algo que pueda merecer su memoria’ (311).
”Jorge Luis Borges, el poeta no verdadero,
pobre, acreditado por Lugones (en su imaginación) y por Díez-Canedo y Reyes (en
el ecosistema real de la selva literaria), ha cumplido setenta años y esta
cifra lo inquietará en los prólogos subsiguientes a El oro de los tigres (1972), el primero que urde asustado por la
edad y sin embargo satisfecho porque de ahora en adelante le pesará menos el
hecho de no ser un gran poeta, privilegio vedado a los que han alcanzado esa
década y que no deben, porque no pueden, ser descomunales vates: ‘De un hombre
que ha cumplido los setenta años (…) poco podemos esperar, salvo el manejo de
algunas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones’ (359);
de manera que si en la juventud era un mal poeta por exceso de barroquismos,
oscuridad y pretensión, vergüenza y soberbia, ahora lo es, viejo, por decreto
determinista y místico. Borges nos dice que no pudo ser buen poeta cuando joven,
por lo que procedió a corregirse, y que no puede ser buen poeta, ahora, porque de
los viejos nada podemos esperar. ‘Para un verdadero poeta’ (359), escribe en leonina
tercera persona, ‘cada hecho, debería ser poético’ (359). Vuelve a referir su
xenofobia académica: ‘Descreo de las escuelas literarias’ (359), lo mismo que
la idea ya declarada en el prólogo a Obra
poética (1923-1985), de que la
poesía está en el comercio del poema con el lector pero no en la ‘serie de
símbolos que registran las páginas de un libro’ (15). Ahora, en El oro de los tigres redunda y pontifica
que no sólo la poesía, sino el idioma todo, es un ‘modo de sentir la realidad,
no un arbitrario repertorio de símbolos’ (360).
”En La
rosa profunda (1975), en su prólogo, Borges asiduamente se lacera con sofisticación
al repetir, sin creérselo, que ‘mis opiniones, sin duda, son baladíes’ (413),
lo que no lo limita al dictaminar sobre cuál es la misión del poeta, si bien
previamente se había negado, por pobreza, a condescender ninguna estética; en La rosa profunda instituye que ‘Dos
deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente,
como la cercanía del mar’ (414).
”En La
moneda de hierro (1976), circundado por las inquietudes que amenazan a
quienes han cumplido los setenta años ‘que aconseja el Espíritu’ (463), Borges
espanta los agravios de la decrepitud y se le manifiesta al lector bajo un
disfraz de atormentado menesteroso: ‘un escritor, por torpe que sea, ya sabe
ciertas cosas’ (463). ¿Borges hubiera soportado, de parte de cualquiera de sus
críticos, de cualquiera de sus allegados, el epíteto? No hizo falta que nadie
lo encarara con un juicio sumario de su poesía puesto que él, a esta edad y quizá
ya con menos impostura, se defenestra. Borges torpe. Para no dejar, como en
ningún caso, de emitir con mansedumbre un
valor agregado sobre sus poemarios, a La
moneda de hierro lo considera misceláneo y ‘no valdrá mucho más ni mucho
menos que los anteriores volúmenes. Este módico vaticinio, que nada nos cuesta
admitir, me depara una suerte de impunidad’ (463). Es decir que el hecho de
creerse menor, muy menor poeta, módico y torpe, lo exime de ser criticado y le
da impunidad, pero, ¿a los ojos de quién? El afamado hacedor argentino, en la
cúspide de la fama, enuncia: ‘ya que no me juzgarán por el texto sino por la
imagen indefinida pero suficientemente precisa que se tiene de mí’ (464).
Cuesta reconocer aquí al mismo Borges escéptico de los éxitos y los fracasos
que ya se lamentaba de sus caídas en Fervor
de Buenos Aires.
”La poca, muy poca, pero valiosísima
poesía que alcanzó a iluminar sus tribulaciones está en algunas líneas de los autocompasivos
prólogos. La ‘Inscripción’ con que amorosa, trémula, conmovedoramente y con
desfallecimientos de tahúr visionario Jorge Luis Borges dedica Historia de la noche (1977) ‘a usted,
María Kodama’ (505), disipará cualquier duda con respecto a lo que afirmo. Entra
en este periodo el polémico nombre de María como albacea. Se le regalan a ella,
también, los textos de La cifra (1981),
en cuya homónima ‘Inscripción’ Jorge Luis entrega, para desgracia de la futura
crítica que intentará perpetuar otros alcances interpretativos, su poesía y su obra
toda en testamento. Borges ha heredado a la empresaria de su inmortalidad: ‘El que
da no se priva de lo que da’ (557). Persiste, en La cifra, el eco del Borges de antaño asimilando el hecho de que un
libro escrito por él ya no le pertenece. Nuestro siglo veintiuno podría revirar
esa sentencia para sencillamente aceptar, con tristeza, que la obra es, en el
peor y más prohibitivo sentido, de su temeraria María Kodama.
”En el prólogo a La cifra, Borges descree todavía de las escuelas literarias y
concede que ‘El ejercicio de la literatura puede enseñarnos a eludir
equivocaciones’ (559). Su tono parece menos impostado líneas adelante cuando
anota, viejo y memorioso, que ‘Mi suerte es lo que suele denominarse poesía
intelectual’ (559). Borges ha pensado, medido, elucidado la poesía, pero no la
ha podido derivar de sus reflexiones filosóficas o métricas, no ha podido
desbordarla: su intelecto la mella y apoca. Es notorio sin embargo ver cómo
envejece Borges sin que su actitud autocrítica, endeble, reformule en lo esencial
sus expiaciones.
”En la restante ‘Inscripción’ que incluye
la Obra poética (1923-1985), Borges
vuelve a dedicar a Kodama, esta vez, Los
conjurados (1985), último libro que se antologa, y en el cual el bien
mancomunado del acervo borgesiano ya ostenta propietaria vitalicia: ‘En este
libro están las cosas que siempre fueron suyas’ (627), le testa Jorge Luis a
María. El prólogo a Los conjurados
desenmascara en definitiva el ego del argentino, ya marchito, y reflexiona en
torno a lo que ha dejado a la posteridad como poeta: ‘La dicha de escribir no
se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra es deleznable,
pero su ejecución no lo es’ (629). Borges apela en el lector a que comprenda y
perdone a aquel que ha sido feliz escribiendo, estado anímico que debe, quién
sabe por qué razón, atenuar las deficiencias o los méritos de una obra. Repite
Borges que no profesa ‘ninguna estética’, como si para esta época no se
percatara de la repercusión, de la solidez de su mundo imaginario ya propio, de
su identidad literaria única y extraña, por extraordinaria.
”Borges, el pobre Borges, el torpe Borges,
cuyas opiniones no valen, el de la limada sensiblería y la impensable vanidad, escribe
con desfachatez: ‘No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el
mejor verso de la literatura’ (629), mandamiento que al parecer más de un
practicante se toma al pie de la letra para figurarse que sus revuelos merecen
la trascendencia o la dádiva. Un poeta mediocre, como Borges, y esto es lo que
nos intenta decir el anciano Borges, ha escrito el mejor verso de la literatura,
¿pero cuál es ese verso? ‘Sería muy raro que este libro, que abarca unas
cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de
acompañarme hasta el fin’ (629). De manera pues que aquel verso, el mejor verso
de la literatura escrito por Borges, yace para nuestro infortunio en las
morosidades del secreto, porque no puede ser posible, dice Jorge Luis, que de
cuarenta composiciones no pueda derivarse, por cálculo, una sola línea que
amerite un asombro: Borges inconcebiblemente apela a la cantidad, Borges, el
enemigo de la extensión que nos enferma de tedio, este Borges ha dicho, ¿lo
ven?, que entre tal cantidad de poemas malos podría haber, aunque secretamente,
uno bueno. Cómo le preocupa, contradictoriamente, al hombre que se supo mera
evanescencia en el espejo, la permanencia mundana de su legado, y cómo le
remordieron los deslices de su exposición a los ataques y a los venenos, tan
fructíferos a veces, de la crítica, ese fantasma enterrado en otras épocas
menos aprehensivas”.
Aquí
terminan, casi, las elucubraciones atropelladas de Ardello Hamilton, quien, envalentonado
tras mediocres lecturas de los cantos telúricos de Ezra Pound y del peor Paz
(el de los Trabajos), así como del tránsfuga
neoyorquista García Lorca, dio como epílogo, a su colaboración en Rocamadour, el único poema valioso que pudo
haber escrito Borges. Hamilton procedió a desfragmentar los prólogos antes
ultrajados con el escalpelo de la vil grosería. Alterando maliciosamente
algunas trivialidades gramaticales y elidiendo versos con indiscriminada
ignorancia, dividió en estrofas algunas líneas “de incontestable ascensión a la
expresividad genuina”. El desenlace de esta patraña no pasa de ser un cadáver
exquisito sin título y, no sobra recalcarlo, adolece de imitar, para mal, el modus menardiano:
los patios, los esclavos, el aguatero,
las cargas de los húsares del Perú
y el oprobio de Rosas
se purificaron sin destrucción
ser Macedonio Fernández
en aquel tiempo de atardeceres, arrabales
y desdicha
brusco don del Espíritu
macizas divinidades de mármol
como el agua en el agua
en el árido camello del Lunario
significaban el dios del trueno
o
el estrépito que sucede al relámpago
un vaivén de bravatas y de quejumbres
Thor no era el dios del trueno
era el trueno y el dios
el sueño del pastor que refiere Beda, el
ilustre sueño de Coleridge
que la usura del tiempo desgastaría
por los mares azules de los atlas y por
los grandes mares del mundo
en su enumeración de los ídolos de la
tribu
del mercado, de la taberna y del teatro
la alta voz del muecín, la muerte de
Hakwood, los libros y las láminas
Una reina, en la hora de su muerte, dice
que es fuego
y aire
Yo suelo sentir que soy tierra, cansada
tierra
Antes
de remitir mis desalentadoras observaciones y sugerencias a los inmaduros e
impacientes editores de Rocamadour,
recibí un correo electrónico preventivo de la no sé si ficticia o humorística
Sociedad Internacional Kodama para la Preservación de la Celebridad Borgesiana.
El asunto: “Evite se le cancele su beca, doctorante”. El cuerpo del email:
“Apreciable Sr. Extemporáneo Cuatro, es de nuestro conocimiento que ha entablado
usted contacto con un grupo de malintencionados profanadores que pretenden
ensuciar el nombre, la reputación y la bonhomía de nuestro inmaculado Jorge
Luis Borges. Tenga en cuenta que de los textos que revisa, el de Ardello
Hamilton esconde una malintencionada, y añeja, carga de venganza. Borges creía
no tener, en su bondad, ningún enemigo, como increíblemente anotó en el prólogo
a El otro, el mismo; en ese prólogo, Sr.
Extemporáneo Cuatro, Jorge Luis Borges habla de un Alberto Hidalgo, ¿recuerda?,
quien en ‘su cenáculo de la calle Victoria’, cito al Maestro, ‘señaló mi
costumbre de escribir la misma página dos veces, con variaciones mínimas’
(167). Vigilias enteras de ardua investigación le han revelado a la SIKPCB la nada
sorprendente heteronimia: Ardello Hamilton es trasunto de aquel Alberto
Hidalgo, un bilioso nonagenario, presumimos, quien como venganza pírrica desea
ensombrecer la potestad borgesiana, topándose para su desventaja con el búnker
inmarcesible de nuestras agencias y equipos de inteligencia desperdigados por
el orbe. Le rogamos discreción. Si difunde cualquiera de las ideas del falso
Hamilton, sufrirá el peso de la justicia y una demanda por agravio y violación
a los derechos de autor”.
Meses después de suprimir de mis archivos
esta simpática amenaza, tuve noticia de la fecha exacta que programaron mis
admiradores para el lanzamiento de la primera entrega de Rocamadour. No será, y lo lamento, el número monográfico sobre
Borges que supusieron, ni aparecen las aportaciones o las
futilidades de Ardello Hamilton o Alberto Hidalgo, de quien leí hace poco, en
un blog al que se me invitó como
lector distinguido, la siguiente invectiva, quizá como reminiscencia de la
frustración que le ocasionaran los vetos a su edición crítica, en primer lugar,
y a su ‘Prología’, texto que, de haber entusiasmado a los ociosos, le
granjearía ciertas antipatías:
“No,
Jorge Luis Borges (y le hablo al prodigio de los cuentos), yo no te perdono, y ya
que me otorgaron todos tus prefacios el derecho a suscribirte penas capitales:
no, jamás te perdonaré tan mal habido y facineroso simulacro de poesía”.
Borges, Jorge
Luis. Obra poética (1923-1985).
Buenos Aires: Emecé, 1989.
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