“(Los pájaros cuando mueren—explicó el padre—flotan panza arriba en el viento)”, escribió un buen día de mil novecientos ochenta y uno António Lobo Antunes en su novela
A explicação dos pássaros. Un paréntesis que, luego de las últimas
declaraciones del viejo, se me ocurre central.
Hay muertes y hay muertes, pero no hay vidas eternas. La muerte física de Lobo Antunes puede ser todavía lejana; la literaria—también inevitable—incluso más, mucho más lejana. Su prosa le ha asegurado un vuelo de cadáver alado que, al sobrepasarnos a todos, se nos antoja eterno. Pero esas muertes, esos vuelos que en paréntesis lusitano explicó el padre, imposibles entre los hombres vivos, no son siempre pulcros. Ahora Lobo Antunes anuncia su silencio con que nos castiga. No sospechaba el mundo editorial, dice, cuando publicó su primer libro, y al decirlo pretende tomar distancia de tal mundo tras habitarlo durante treinta años. Se quiere inocente, y yo me pregunto qué dijo Gombrowicz ya al respecto. Ahora resulta que el viejo está fastidiado del medio, de las publicaciones, de los premios, del—son sus palabras—engranaje editorial y de agentes. Y Enrique Vila-Matas corona la decisión del viejo con un breve homenaje,
Una aventura realmente siniestra, donde escribe que “…Lobo Antunes me recordó el día en que Bufalino, tras haber publicado varios libros después de
Perorata, decidió regresar al silencio y habló del paisanaje cargante que había visto circular por la pista de su aventura siniestra. "No quiero seguir entre esos miserables, esa gente es terrible", afirmó…” Legítima, la reacción de Bufalino, luego del primer premio. Pero yo he perdido la cuenta de los premios de Lobo Antunes, y me ronda por la cabeza que en la misma tercera novela del prosista lusitano más cabrón desde Pessoa,
A explicação dos pássaros, también se lee: “Escribir es una idiotez, ¿entiendes?, cuando no se gana el Nobel: deja la carrera”; versión del influyentísimo en nuestra lengua—lo es por sus traducciones de António—Mario Merlino.
Hay silencios y hay silencios, pero no hay silencios publicitados. Deja la carrera, dice el personaje de António, y António la deja con bombo y platillo, luego de treinta años, sin despejo, ejecutando la parte del ritual que le corresponde en el engranaje editorial. Yo no sabía, nos dice, ay. Y Vila-Matas lo secunda. La dignidad que António quiere para sí con estas declaraciones hubiera sido suya si algún otro buen día, como Rulfo, burlándose de las explicaciones, simplemente hubiera dejado de escribir.