miércoles, 31 de octubre de 2012
sábado, 2 de abril de 2011
El problema del tema
viernes, 1 de abril de 2011
De la sencillez
Máximo Gorki escribe sobre Antón Chéjov: “de una hermosa sencillez él mismo, amó todo lo sencillo, lo real, lo sincero, y tenía un talento propio para acallar las pretensiones de los otros”. Cualidad que en general escasea sin duda, y que, como toda otra, se celebra con sentido aplauso inmediatamente. El gran autor Chéjov, rindiéndose a la belleza de lo ordinario y desenmascarando la elaborada hipocresía intelectual y de gusto entre los demás. El mismo Gorki recuerda una charla entre dos damas extremadamente amaneradas y el generoso Chéjov: “Cómo cree usted que terminará la guerra, Antón Pávlovich”, “Sin duda, en paz”, “Eso por supuesto, pero quién ganará: ¿los griegos o los turcos?”, “Me parece que ganará el bando más fuerte”, “¿Y cuál considera usted el bando más fuerte?”, “Aquel mejor alimentado y mejor educado”, “[a otra dama:] ¿No es astuto?, pero ¿cuál bando prefiere usted, Antón Pávlovich, los griegos o los turcos?”, “Me gustan las pastillas de frutas, ¿y a ustedes?”, “Oh, ¡sí!”, exclaman excitadas. Gorki sigue: “los tres continuaron una animada conversación sobre pastillas de frutas mostrando una maravillosa erudición y un intrincado conocimiento del asunto. Por supuesto, ellas estaban encantadas de no tener que cobrar a su cerebro el esfuerzo ni fingir verdadero interés en los turcos y los griegos, sobre quienes no habían tenido un solo pensamiento en la vida hasta el presente instante”. Tal es la sinceridad de Chéjov, muy similar a la de los autores contemporáneos que, porque el público no está para grandes temas—lo que sea que eso signifique—, escriben y escriben sus poemitas y sus cuentitos, sus novelitas y sus ensayitos sobre pastillas de frutas. Porque no hemos de escupir a los lectores en la cara ni a decirles abiertamente que no están a la altura del tema—pues acaso nosotros mismos no estamos a la altura del tema. En cambio, les hemos de hablar de lo que a ellos verdaderamente ocupa—y a nosotros, secretamente—y argumentar que semejante insulto es más bien nuestra sencillez, nuestro talento, nuestra generosidad. Pues nosotros, los autores, sabemos, ni duda cabe que sabemos, pero tú, lector, no entenderías. Anda, prende la tele.
jueves, 23 de septiembre de 2010
Canto al tercermilenario macehual
Se aglomeran en los encuentros, en los congresos, en los callejones de venta de viejo y en las ferias temporalmente montadas en estadios, en zócalos. Las organizaciones académicas elevan con obscenidad los precios de acceso y las inscripciones. Las constancias. Y ni un sitio libre queda. Ni palco ni gayola ni grada. Se permanece de pie, a cien, doscientos metros de la mesa, como en la Eterna cierto "Prólogo", de puntillas, entre otros prólogos asomaba por captar quizá el principio de su "Capítulo"... Se subastan las novedades y los lectores mexicanos, con holgura y pedantería, disputan todo ejemplar a dentellada y cheque. ¡Lectores, copiosamente lectores, masiva, letal, sobrenaturalmente lectores!
lunes, 13 de septiembre de 2010
Manifiesto (otro)
No había actualizado este blog últimamente porque no me parecía que hubiera algo que decir. Al cabo, quienes me alimentan, esos escritores de ficción mexicana, no han publicado un libro decente en bastante tiempo, esos Macedonios Fernández, esos Robertos Arlt o Bolaños, esos Felisbertos Hernández, esos Juan Josés Saer, no han publicado algo nuevo ni interesante, los mexicanos, ni espero que lo hagan, porque ya se vio recientemente con un tal Cortázar: cuando lo hacen, si lo hacen, ya no son ellos ni son nada. Debido a esto, ya no leo, o ya no leo literatura, o ya no leo literatura mexicana, que cada día es mierda menos densa, lo que quiere decir: cada día se libera un poquitín más por los aires, o hiede más, para que me entiendan. Pero si ya no leo literatura mexicana, porque ya no hay, qué leo, se preguntarán los seguidores de Extemporáneos. Ay, no se desesperen. Leo lo mismo que ustedes, muchachitos, leo internet, leo la Wikipedia, que es todo y tiene todo, leo las redes sociales y el gossip actualizado con su vocabulario actualizado, que todo lo demás importa menos a cada gramito que se evapora y se disipa por los aires como quiso Octavio Paz: así es más real. Así pues, yo, que soy la literatura, o más modestamente: la literatura mexicana, yo, digo, que hablo en nombre de todos aunque no todos quieran o aun sepan, digo, te digo, que no cierres esta ventana y que sigas leyendo lo que hay que leer, éste y todos esos weblogs de todos lados, en los que todos saben quiénes son los escritores mexicanos, esos Macedonios Fernández, esos Robertos Arlt o Bolaños, esos Felisbertos Hernández, esos Juan Josés Saer, y en los que todos han leído ya todos los libros, por supuesto, ¿La Odisea?, qué va, ¿El Quijote?, ¿Moby Dick?, cómo no, ¿El Alquimista? Todo parejo. Todos a por la lectura eficiente de la red, que contiene todo y sabe todo, y a cerrar esas novelotas que no tienen nada que ver con nuestros tiempos ni con nuestra realidad, que la ambición es una fea costumbre, y que para empresas de más de tres minutos el cyberespacio ofrece también soluciones, como el onanismo electrónico. Este es el mundo y estos son nuestros escritores, chingá.
miércoles, 1 de septiembre de 2010
La biblioteca o el jardín 2
“¡Quién hubiera creído que usted, que se lo pasa pensando o escribiendo, fuera tan favorable a una joven enamorada!” –exclama Adriana, la protagonista de la “última novela mala”, dirigiéndose a Eduardo de Alto. Y el alter ego de Macedonio responde: “Yo estudio pero creo que el estudio en sí mismo no tiene valor moral alguno. La ciencia y el arte sólo honran a la humanidad si han de servir para acrecentar su facultad de amar. Y es muy dudoso que conduzcan a ello”. Esa duda palpita en la escritura de Macedonio, con igual fuerza que la curiosidad y el placer que lo empujan a seguir estudiando, pensando, escribiendo... leyendo.
En un fragmento de Museo el triunfo de la biblioteca sobre el jardín se tiñe de culpa (“Quizá este sufrimiento y tanto fracasar anejo al anhelo artístico, es el castigo de quien prefiere soñar a vivir, arte a vida, cuando la vida nos tiene una Eterna en quien toda belleza halló figura, latido, respiro...”); en el Diario de vida e ideas, de enojo: Macedonio opone en esas notas las categorías de intelectual –quien elije la biblioteca– e inteligente –quien opta por otro espacio asociado con la experiencia y la naturaleza; un sitio más extremo que el jardín... la selva. Al darse cuenta de que su cuaderno contiene más del saber ajeno que de la propia experiencia, se interrumpe burlonamente: “Qué Unamuno estoy”, y en nota explica: “¿Por qué retornó Unamuno de Mallorca a Salamanca sino porque es un intelectual, no un inteligente? ¡Suicidarse en una Biblioteca en lugar de renacer en las selvas y sol de Mallorca! Lo compadezco como él a sí mismo”. La cautela frente a las redes de la biblioteca se nota también en la dedicatoria de No toda es vigilia... a los jóvenes lectores. Al encumbrar ahí su concepto de “Pasión”, Macedonio lanza un exhorto: “De ella tomo mis dogmas, amigo joven: busca la soledad de dos, la Altruística, y no te extravíen de tu fe en la Pasión las solemnidades de la ciencia, el arte, la moral, la política, los negocios, el progreso, la especie [...]”. Y es precisamente la Pasión lo que puede hacer que la biblioteca y el jardín se fundan en un mismo espacio armónico.
Es cierto que “a Macedonio el amor le parecía aún más prodigioso que el arte”, como sospechó Borges. Pero su opción por la experiencia tiene que ver sobre todo con su rechazo de la erudición (ese "modo aparatoso de no pensar") y de las instituciones asociadas a ella –la biblioteca inclusive; las escenas más memorables de lectura en su ficción ocurren siempre en otros sitios: la finca, el campo, el café, el tranvía, la pensión o la habitación propia.
“He intentado varias veces emprender el estudio de la filosofía, pero siempre me ha distraído la felicidad”. Esta frase, que tiene una larga historia de usos en la que figuran Boswell, Hudson y Borges, se atribuye con frecuencia a Macedonio. Hace eco en esta otra: “Like all young men I set out to be a genius, but mercifully laughter intervened”, que sin embargo no pudo conocer pues fue escrita por Durrell en 1960 (Clea). Al margen de las autorías, lo cierto es que ambas resumen muy bien su elección, siempre en favor de esa búsqueda hedónica que concibió como experiencia.
miércoles, 18 de agosto de 2010
Del testamento al autosabotaje
viernes, 13 de agosto de 2010
La biblioteca o el jardín 1
En noviembre de 2009 viajé a Buenos Aires rastreando las lecturas de Macedonio Fernández. Me sumergí en su archivo de manuscritos infinitos y en los restos de su biblioteca personal, y exploré también las estanterías de la biblioteca borgeana. Entre otras cosas, estos sitios me sugirieron lo siguiente:
En la historia del archivo de Macedonio hay una relación inversamente proporcional entre sus dos componentes: manuscritos propios y libros ajenos; mientras los primeros crecían en número, los segundos iban disminuyendo o dispersándose. Dejo el relato de esa dispersión para otro momento. Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que Macedonio dejara de leer sino que el atesoramiento de libros no le interesó. A diferencia de Borges, no manifestó pasión de coleccionista. La desproporción entre las bibliotecas que Macedonio y Borges dejaron tras su muerte –la pequeñez de la del maestro, escuálida frente al portento de la del discípulo– tiene que ver, entre otras cosas, con el modo en que resolvieron (tanto en sus vidas como en sus textos y en la imagen de sí mismos que proyectaron) lo que podríamos llamar el conflicto entre la biblioteca y el jardín; la pugna entre los libros y la vida, entre lectura y experiencia.
“Todo esto forma parte de una tradición literaria: cómo salir de la biblioteca, cómo pasar a la vida, cómo entrar en acción, cómo ir a la experiencia, cómo salir del mundo libresco...” –dice Piglia en El último lector. Otras veces, el problema es entrar o permanecer en la biblioteca. Macedonio y Borges fundieron en su obra esta encrucijada personal con otros tópicos (las armas y las letras, civilización y barbarie) y la moldearon con visiones ya clasicistas, ya románticas, de sus figuras de autor. Poco a poco, recorreré algunas huellas de este dilema en su escritura.
“Quiero escribir, pero todo me rebasa. No soy escritor pero debo ser algo. Le dije a un amigo: ‘quiero ser lector’” –me dijo un extemporáneo. “¿Para qué leemos?” –pregunta otro extemporáneo, en un post anterior. No lo sé, pero quizá la experiencia de la batalla silenciosa, a veces desgarrante, entre la biblioteca y el jardín sea uno de los síntomas que hermanan a los lectores.
lunes, 28 de junio de 2010
Leonid Tsypkin
lunes, 1 de marzo de 2010
Bicentenario—del matrimonio entre Napoleón y María Luisa
miércoles, 17 de febrero de 2010
Lo bueno y lo malo
"Lo bueno es que escribir no sirve para nada de lo que uno quiere. Escribir es un límite, un dolor, un defecto más. Lo bueno es que después de hacerlo te sientes pésimo. Nada ha cambiado, todo sigue en su sitio. Lo bueno es que escribes y sigues soñando con la mujer del vecino, sueñas que la tienes agarrada por las orejas hundiéndole los pelos. Lo malo es que escribir no cura tus deseos asesinos, que asaltar un supermercado sigue siendo tu objetivo imposible. Lo malo es que aún deseas un amor inolvidable. Lo bueno es que escribir es otra forma de cagar y masturbarte" (Efraim Medina Reyes, Érase una vez el amor pero tuve que matarlo (Música de Sex Pistols y Nirvana, p. 87))
"Se escribe a despecho de la innecesidad de esa misma escritura. Karl Kraus se preguntaba por qué escribe un hombre, encontrando una respuesta ingeniosa, y, desde la perspectiva que deseamos adoptar, absolutamente rigurosa con una realidad sicológica que relaciona la escritura con la tentación de construir existencia (o prolongar karma): el hombre escribe porque no posee carácter suficiente como para no escribir" (Fernando R. de la Flor, Biblioclasmo. Una historia perversa de la literatura, p. 183)
La única manera eficaz de dinamitar la propia lectura es el cotejo a discreción. La puesta en abismo de una poética sucia de la escritura, la novela, con un engranaje crítico cuyo tema es el espacio negativo de la misma, el bilbioclasmo.
Leer se convierte a un tiempo en subversión y en sinsentido. La insensatez del otro mundo que recoge y burlonamente acoge ambas opiniones tópicas según las cuales o lees para reconocerte o lees para evadirte. La recreación, dentro de esta dicotomía, se considera una triviliadad apenas.
No es nada nuevo, pero cada vez más el espacio típico de reflexión literaria aparece en la ficción, a veces maquillado y a veces sin afeite alguno. Los que nos honran con sus letras se preguntan -no más seguido, pero sí más explícitamente- sobre las razones que los llevan a escribir, y entre tópico y lugar común algunas buenas respuestas aparecen. Pero algunos olvidan la más sencilla y menos retórica de todas las réplicas, escriben para que alguien los lea, aunque ese lector insospechado sean ellos mismos antes de cometer la metáfora de romper la página.
Lo otro es más importante -o no- pero menos popular aún, ¿para qué leemos?
sábado, 16 de enero de 2010
Haz y envés de una verdad
viernes, 3 de julio de 2009
Sobre literaturas póstumas
"Sólo un escritor generoso como Julio Cortázar puede volver desde una dimensión fantástica a regalar una joya póstuma a sus lectores en todo el mundo" (Susana Reinoso, "Papeles inesperados: el último legado de Julio Cortázar", lanacion.com , Actualidad, 1/07/09).
Digresión primera
No, nadie los esperaba porque nadie los quería, y ya suficiente lleva Cortázar con haber dejado vivos estos papeles como para echarle la culpa de este timo editorial. ¿Para que querría alguien este libro? ¿Para leer las entrevistas que el argentino se hizo a sí mismo? (como si no hubiera you tube); ¿para leer los capítulos que no entraron en el Libro de Manuel (como si alguien lo hubiera leído); ¿para profundizar en su vena poética? (porque, como todos sabemos, no hay mejor Cortázar que Julio Denis).
Digresión segunda
Cortázar no ha regresado y no va a regresar porque sus buenos lectores ya se fueron. Los otros están a la altura del catálogo Alfaguara y ahora mismo estarán saboreando páginas y páginas de regurgitaciones. Da igual, ya todo da igual. El libro no nació viejo, sino muerto, condenado a habitar la estantería de villamelones que, en el mejor de los casos, se aburrirán en la página treinta y tres.
Epitafio segundo
miércoles, 20 de mayo de 2009
Noticia: Nuevo Escritor Mexicano (y también Dios)
Es fama que Botitas, ya entonces aceptado Dios Romano, enfrentó el mar a fuerza de espadazos, y que ordenó a su ejército levantar conchas de la playa como prueba irrefutable de victoria. Pero qué era el mar entonces y qué es ahora aquello, tan mentado en este blog, supuestamente oculto bajo el nombre literatura mexicana. Una gran masa que amedrenta a los cobardes e inspira respeto a los idiotas y encono a los locos, una gran masa compuesta de nulidades, un montón de nadas. Poeta es quien, al no saber hacer nada, señala el mar y dice que algo hay ahí misterioso, pues sabe que de misterios estamos hambrientos. Un fraude completo, pero un fraude penoso si él mismo se cree su fantasía, lo que sucede muy a menudo.
¿Conoce alguien expresión más estúpida que "poeta de profesión"?
En fin. El mar ahora se hincha con el deshielo como la literatura mexicana con los premios y las becas y los homenajes y las grandes ediciones. Pero por más que se hinchen y se hinchen, siguen siendo nada. Muchos más son quienes viven indiferentes ante la idea del mar o que la consideran sólo para ausentarse de lo que es la vida real, de vacaciones. Benditos. Son ellos--no necesariamente cobardes ni idiotas ni locos, aunque pueden también serlo--los felices. Ignoremos, pues, en la segunda acepción, la literatura mexicana, que no es más que un montón ruidoso de nulidades. Que sea ese desdén nuestra lectura. (Porque es la lectura lo que interesa acá, no la escritura.) Que sea la victoria de Calígula, fábula mejor que cualquiera escrita al amparo de un pasaporte mexicano y sus derechos, una advertencia del absurdo que es atender la pobreza literaria en México. Y reconozcamos además que hay peces en el mar con algún valor, no por criterios de calidad, pues la calidad literaria es una trampa para tontos, sino por la misma razón que nos insta a inventar un sentido, a cual más absurdo, para el mar: curiosidad, morbo, miedo. Distracción, pues: de eso se trata todo.
La otra gran lección del Gran Rey Dios Romano Botitas, Escritor Mexicano, es que uno se distrae mejor fornicando a diestra y siniestra, por eso no hay escritoras--las que hay son lesbianas (o sea más bien frígidas) o feas: las mujeres no necesitan parecer inteligentes para conseguir con quién revolcarse.
jueves, 14 de mayo de 2009
Del formidable trago de veneno
Salgamos a la vida, a trabajar y a ganar experiencias y emociones. Quedémonos en casa, a leer, a escribir. Seamos prácticos, útiles para el mundo; seamos orgullosos críticos desde nuestros pedestales de papel y tinta. Seamos los héroes de carne que se amarran piedras a la espalda para abrir puertas. Castiguemos al mundo con el abandono de nuestra altura moral e intelectual. Llamemos mezquino al viejo usurero Arthur Rimbaud; genio al niño poeta--o al revés. O interesémonos más bien por el goleador del momento y por sus costosos adornos femeninos; recriminémosle su hospitalización postrera, hinchado de alcohol y de heroína y de cierta tristeza. Hagamos héroes y luego otros más. Distingámonos del vulgo, procuremos ser originales--la más vulgar entre las ambiciones. Escribamos versos incomprensibles para nuestra vanidad y para provocar el halago temeroso de los intelectuales, o escribamos recibos y pagarés. Fumemos, bebamos licores fuertes como metal fundido, o bebamos sólo agua y café descafeinado, quince francos al mes, todo está muy caro. Tomemos partido frente a esta división del mundo que, de cualquier forma, también está errada, y es falaz y es perezosa. Luego escondámonos, cada quien en su refugio, a practicar la única actividad sincera que hasta ahora habremos concebido: nuestro modo personal de onanismo acobardado. Miremos la flor nueva, la sonrisa del niño, la figura de dragón que el azar ha dictado a cierta nube, y aceptemos la alegría; luego mirémonos por detrás, como el que se miró escribiendo, y abandonémonos ante la tristeza de tal, nuestra alegría. Todo es lo mismo. Ni el error es tan terrible, ni el acierto satisface.
Ya se ha dicho que hablar es tener demasiadas consideraciones con los demás.
miércoles, 15 de abril de 2009
Homenajes
En México basta leer el suplemento cultural de cualquier periódico para ser culto. Esa pretensión, de acuerdo con las estadísticas, aquí no es descabellada, y basta con tales ímpetus para considerarse un lector y despachar de botepronto a Thomas Mann, por ejemplo. (Me sé de memoria La Montaña Mágica sin haberla leído, le escuché a un intelectual mexicano un día, de verdad sin querer; un tipo premiado y multicitado, no dudo reencontrar luego la frase, proferida ahora por un listillo admirador de nuestros jóvenes ensayistas.) Si en lugar de refinarse cualquiera de aquellas golosinas semanales en los periódicos uno llega a leer incluso un libro, algún juarista le cuelga a uno el título de licenciado en letras, lo que sea que eso signifique. Y entonces empieza la carrera: tiene uno permiso—una licencia—para exhibir públicamente el complejo de inferioridad con la más vulgar de las respuestas: la exacerbación del ego. Mastica uno el idioma, lee y relee los manifiestos de moda y los adopta al pie de la letra. Y escribe. Escribir es lo más fácil del mundo, todo mundo lo hace, es incluso más fácil que leer, y más prestigioso. Es por eso que se publica tanta mierda (empezando por este blog), pero no nos escandalicemos: nadie la lee. Y cuando uno al fin ha escrito un libro, algún ex hacendado cristero le cuelga a uno el título de doctor, doctor en letras—o en lo que sea, hay muchos abogados e historiadores también, hasta creo que se ve mejor—, y quizá le da algo de dinero, algún premio local, alguna beca en el extranjero. Y así estamos todos contentos, porque el sistema funciona y porque el intelectual se conforma con muy poco—sabe en el fondo que ya es bastante sacar algo de comer de su basura. Y así pasa uno los años diciendo idioteces hasta que llega la vejez y uno reclama la gloria. En México se hace carrera literaria en pos de la gloria. Vienen entonces los homenajes, como ahora uno que le hacen a José Emilio. Por qué se homenajea: porque un político se está promoviendo o porque un grupo de jóvenes ambiciosos y espantados esperan que en su vejez los halaguen de igual modo o porque una universidad tiene algo de presupuesto sobrante. O todo eso a una. Pero me inquieta más saber por qué alguien recibe un homenaje; ¿es que realmente lo cree necesario, justo, pertinente? El escritor que recibe homenajes es un hijo de puta o a veces sólo un ignorante. O todo eso a una. Luego de que José Emilio escribió y publicó un cuento y una novela decentes, nos fastidia aquella buena impresión (que el sin fin de pésima ficción y aun peor poesía—o supuesta—no había arruinado del todo) dejándose hacer felaciones públicas. (Y qué hay de mí: ya leí alguito, escribo en este blog, dónde está pues mi título, mi homenaje.) Pero esto quizá no se ve sólo en México, sino en todos lados. Yo prefiero no saber, porque me pondría triste uno o dos minutos.